Libre para hablar

Foto por Erick Torres

Entendiendo la tartamudez

Por David Alvarado

Desde el 22 de octubre de 1998, la Asociación Internacional de la Tartamudez (ISA) designó esta fecha como el Día Internacional de la Concientización sobre la Tartamudez, con el propósito de promover la detección temprana, eliminar prejuicios y estereotipos, y evitar la discriminación hacia las personas que conviven con este trastorno.

La tartamudez o disfemia es un trastorno del habla (no del lenguaje) que se caracteriza por interrupciones de la fluidez del habla, bloqueos o espasmos, que se acompañan normalmente de tensión muscular en cara y cuello, miedo y estrés. Estas disfluencias o bloqueos son la expresión visible de la interacción de determinados factores orgánicos, psicológicos y sociales.

La tartamudez no desaparece, pero la detección e intervención temprana son, tal como reconoce la ISA, la mejor herramienta de prevención, pudiendo ayudar a evitar que se convierta en un problema de por vida.

Lamentablemente, la sociedad está desinformada y la investigación sobre el tema es muy escasa. La tartamudez no tiene cura. La gente que la padece puede aprender a controlarla. Muchos casos pasan desapercibidos y otros son muy severos.

A pesar de los avances científicos, aún no se conoce la causa real de la tartamudez. Los factores que la agravan pueden ser sociales, psicológicos y neurológicos. Recientemente se han realizado estudios en donde se ha descubierto una alteración genética, lo cual lleva a considerar que también tenga un factor hereditario.

También existen muchos mitos acerca de las causas de la tartamudez, varían según la cultura y región geográfica. Por ejemplo, en la antigua Grecia se creía que se debía a la sequedad de la boca, en otros lugares de Europa, que era una malformación en la lengua y en occidente, que era causada por nerviosismo, estrés o ansiedad.

Mi relación con la tartamudez hasta hace un par de años fue muy mala, ya que siempre traté de ocultarla, aunque la mayoría de las veces era descubierta a la hora de hablar. Cuando era niño era muy sociable, inquieto y curioso. Mi manera de hablar me parecía de lo más normal, hasta que comenzaron las burlas y acoso en el salón de clases. 

Mis padres nunca me llevaron con un especialista. Había muchas carencias en mi familia en esa época y no era posible ver a un médico particular, además de que no había mucha información al respecto. Mis padres me ayudaron con ejercicios como leer en voz alta o con un lápiz puesto debajo de la lengua. Haciendo esto mejoraba mi fluidez al hablar, pero empeoraba cada vez que dejaba de hacer los ejercicios. 

La primera experiencia que me marcó con dolor y vergüenza fue en quinto año de primaria, cuando me tocó leer en voz alta. El sonido de la primera palabra nunca salió por más que lo intenté. Me puse muy tenso y comencé a forzarme más y más pero solo logré hacer contorsiones. Mis compañeros se quedaron atónitos y volteaban a verse entre ellos preguntándose qué estaba pasando. 

Noté que la maestra no supo qué hacer con la situación. Para cambiar el ambiente en el salón de clases, me mandó a entregar unos papeles a la Dirección; supongo que para tener oportunidad de hablar con mis compañeros de clase, quienes se veían muy asustados por lo que estaba pasando. 

Cuando regresé a casa me puse a llorar y a lamentarme debajo de mi cama. Golpeando el suelo, reclamaba casi sin voz: «¿Por qué soy así? ¿Por qué a mí, Dios? ¡Por favor, sáname!». 

Comencé a ocultar mi tartamudez a toda costa. Cambiaba las palabras cuya primera sílaba tuviera un sonido difícil, por ejemplo: «pavimento» por «asfalto», o «tren» por «ferrocarril». La primera era más corta, pero «ferrocarril» es más fácil de decir. 

Optaba por usar sonidos como «mmm» o muletillas «este…» para dar tiempo a mi cerebro de coordinar la respiración con mi voz y que el sonido de la palabra saliera perfecto. Aunque la más confiable era quedarme callado, aun si tenía la respuesta a una pregunta o una opinión importante.

Por algunos años me libré de la tartamudez. Durante la universidad trabajé como «demo vendedor» en un centro comercial, ofreciendo muestras de bocadillos y productos. He dirigido equipos de trabajo, compartido de Jesús en las calles, dirigido estudios bíblicos, entre otras situaciones en donde nadie se imaginó mi padecimiento. 

En la vida adulta también me ha tocado experimentarla de manera severa. A veces me congelo por completo al grado de hacer una pausa tan grande que termino siendo interrumpido por otra persona que piensa que ya he acabado de hablar.

Hace dos años decidí cambiar esto y aceptar mi tartamudez. Me cansé de luchar tratando de mejorar mi fluidez, para después empeorar nuevamente y estar deprimido durante días. Es algo que no se va a ir, llegó a mi vida para quedarse, pero también para enseñarme. 

Soy muy bueno escuchando a los demás, pienso mucho antes de hablar y soy muy resiliente. Ahora estoy descubriendo que la tartamudez ha sido una bendición de Dios para mi vida.

Hablar del tema con mi familia, amigos y grupos de apoyo me ha ayudado a tener una mejor relación con mi padecimiento, a que la presión, el estrés y la ansiedad se vayan a la hora de hablar, y a que ya no me importe tanto si tartamudeo o no al hablar. 

Hay más de 70 millones de personas en el mundo que tartamudean. En mi vida solo he conocido a dos. Los invito a ser empáticos, a escuchar y a ser pacientes con las personas que enfrentan cualquier trastorno o problema que les impida comunicarse. Nosotros también queremos ser escuchados.

Hoy hablo libre y tengo muchas cosas por decirle al mundo.


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