La escena del azotón en la mesa

Foto por Maddy Morrison

Foto por Maddy Morrison

«Fue mi rendición total y absoluta a mi Señor y Salvador»

Por Arturo Zamora Salas

 Contado a Rebeca Lizárraga Raygoza

Con fuerza, el pastor golpeó la mesa con la palma de la mano y dijo: «¡Ya basta, Arturo! ¡Debes tomar una decisión ahorita: O quieres que Dios sea tu Señor y Salvador, o te vas de aquí inmediatamente para nunca volver!».

Cuatro años después, Arturo aún se estremece al recordar el tremendo poder que tuvo el alcohol en su vida y los destrozos, dolor y sufrimiento que esta adicción le causó a él y a su familia. Ante todo reconoce la gracia y el poder de Dios que lo transformó.  

Veinte años atrás le había pedido a Jesucristo que fuera su Salvador y que le ayudara a salir del alcoholismo. Pero seguía cayendo una y otra vez.

¿Por qué?: «Porque en realidad no lo pedí con todo mi corazón ni me aferré a Jesucristo», responde Arturo. 

Arturo Zamora, de 44 años, creció en un ambiente difícil. El alcoholismo de su padre y su trato áspero hacia su madre le traen recuerdos dolorosos. 

Con el afán de darle lo mejor, su padre lo llevó a escuelas de monjas (incluso fue monaguillo) y lo motivó a hacer deportes. Empezó a jugar futbol americano y aunque no le gustaba, resultó ser bueno. También lo hizo entrenar box, karate y futbol soccer. Era el típico joven fuerte y peleador.

Su primera borrachera fue a los 19 años al terminar un partido de futbol. En una competencia entre los de su equipo, se tomó de un solo trago la mitad de una caguama. Tuvo una sensación de libertad tremenda que además desencadenó un comportamiento violento que se estaba forjando desde tiempo atrás. A partir de esa fecha empezó a beber en exceso. Armaba competencias para ver quién bebía más. Incluso llegó a caer intoxicado por ingerir media botella de tequila de un solo trago.

Como consecuencia dejó de estudiar la preparatoria y formó parte de una banda de jóvenes que robaban y hacían maldades.

Con el deseo de dejar el alcohol y llevar una vida sana, Arturo buscó trabajo en una plaza del centro de la ciudad, pero encontró todo tipo de negocios turbios: armas, tráfico de drogas, venta de animales exóticos y más. “Dentro de mí sabía que estaba mal. Logré salirme de ahí y trabajé manejando un taxi de mi padre. Pero el ambiente también era violento. Entonces se agudizó mi alcoholismo. Trabajaba de cuatro de la mañana a tres de la tarde, pero todo el tiempo estaba borracho o drogado”.

Una vez, en el sitio de taxis un compañero le dijo: “Tienes que casarte para que mejore tu vida”. Y se casó. 

Llevó a su esposa a vivir a la casa de sus padres, pero nada cambió. Esa fue la peor etapa de su alcoholismo. “Yo quería dejar de beber pero no podía. Le pedía a Dios que me ayudara. El alcohol es algo muy triste. Es mucho más poderoso que toda la voluntad del individuo”. 

Peleaba constantemente con su esposa. Tras el nacimiento de sus dos hijos la situación no mejoró y entonces ella le dijo: “No puedo más”.

El 9 de enero del 2000, su papá lo llevó a un centro de Alcohólicos Anónimos en donde estuvo tres meses. Ahí vio de cerca los tremendos dramas, destrucción y muerte que produce el alcoholismo. Era un panorama tétrico del que Arturo quería escapar. Al llegar al cuarto y quinto paso del programa, comenzó a leer todo lo que lo pudiera llevar a Dios. Ahí en un cuartito a solas, en un momento de entrega y honestidad dijo: “Dios, te pido que me libres de esta vida” y repitió el Padre Nuestro. Dejó de beber casi nueve años.

Se fue a Estados Unidos a trabajar donde llevó una vida disipada con mujeres y dinero. 

Cuando regresó en 2009 inició su proceso de divorcio. Eso lo desanimó tanto que terminó en una borrachera donde golpeó a uno de sus tíos. Regresó al grupo Alcohólicos Anónimos Cumbres de la Montaña.

Tiempo después inició un negocio de hojalatería y pintura, pero tras sufrir un accidente tuvo que cerrarlo. Emprendió luego distintos negocios y en ninguno logró permanecer. Llegó a mendigar con su hijo para comer.

Conoció a Adriana y empezó una buena relación con ella, pero cuando pensaron en vivir juntos, ella le dijo: «Tienes que cambiar». Arturo clamó a Dios por un cambio en su vida y le pidió a su hermana Cynthia que le ayudara. El novio de Cynthia los llevó con Julio.

Julio le empezó a hablar de la Palabra de Dios y a entonar algunas alabanzas que lo hicieron reflexionar y darse cuenta de su situación. 

Arturo y Adriana comenzaron a estudiar la Biblia y se acercaron a la iglesia cristiana donde todavía hoy se reúnen, pero siguieron cinco años de altibajos en su comportamiento. «Yo era un consumidor en la iglesia, estaba dispuesto a escuchar y asistir, pero nunca a ofrecer un servicio o a participar en algún ministerio. La verdad yo era un necio, que me conformaba con una vida cristiana mediocre» dice Arturo.

Después de esos cinco años, su relación con Adriana pasó por dificultades y otra vez cayó en la bebida. Además, Adriana le encontró fotografías que evidenciaban infidelidad. La crisis aumentó y ella, entre otras acciones, buscó al pastor para decirle que ya no viviría más con Arturo. Entonces, el pastor le pidió a Arturo que acudiera con toda su familia a una reunión en la biblioteca de la iglesia.

Ahí sucedió lo que en su familia se conoce como: «la escena del azotón en la mesa». «Fue mi rendición total y absoluta a mi Señor y Salvador» dice Arturo. A partir de ese momento decidió poner toda su vida en las manos de Dios y tener la disciplina de buscarlo diariamente. Inició un proceso largo y de mucho aprendizaje.

Tiempo después formó parte del ministerio de capellanía de los Diablos Rojos de México, que consiste en orar y orientar a los jugadores a través del estudio del evangelio de Mateo.

En ese tiempo Arturo se preguntaba: «¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a servir si no sé nada de la vida cristiana ni de la Biblia?». El deseo y la pasión de Arturo por conocer más a Cristo, aunado a la orientación de los pastores, han hecho la gran diferencia. Al mismo tiempo, Dios empezó a sanear su economía familiar. Actualmente tiene su propia empresa de hojalatería y pintura de vehículos. 

Hoy Arturo, su esposa Adriana y sus hijos participan en diferentes ministerios de su iglesia local y él sigue activo apoyando el programa de Alcohólicos Anónimos. Su padre ya conoció a Cristo y dejó aquella vida destruida por el alcohol. Su hermana Cynthia también es una fiel y gozosa servidora de Jesús.

«Estamos con el corazón agradecido a Dios por su dirección y amor. Mi fe en Él es inamovible. Y no es por lo que nos da, sino porque tenemos lo más grande que se puede tener y pedir: Nuestros nombres escritos en el Libro de la Vida», asegura Arturo. 


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