Muerto de sueño

Foto por Eliab Bautista

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Descubre la razón de esta condición

Por José Arturo del Rivero

Uno de mis primeros trabajos fue como desarrollador web en una consultoría. No me contrataron por experiencia, sino por recomendación, así que mi poca destreza debía ser compensada con trabajo duro y macizo. 

Trabajaba de lunes a viernes de 8 de la mañana a 10 de la noche. Debido a que vivía del otro lado de la ciudad, tenía que salir de mi casa a las 5:30 de la mañana. Regresaba a las 12 de la noche, así que solo tenía tiempo para bañarme, cenar y dormir.

Durante el primer año aguanté ese ritmo como un campeón. Como creí tener una pequeña reserva de energía al final de la semana, se me ocurrió tener novia. La veía los fines de semana, así que casi no descansaba. Descuidé mi relación con Dios y prácticamente dejé de ir a la iglesia.

La verdad no sé cómo duré tanto tiempo con ese estilo de vida. Uno podría asegurar que lo poco que dormía en la noche lo podría compensar en el transporte público, pero eso era casi imposible. Rara vez me tocaba viajar sentado, además corría el riesgo de que alguien se aprovechara y robara mis cosas mientras estaba dormido.

Aunque debo decir que sí me hice de mis mañas en el metro para dormitar de pie. Una vez me desplomé sobre las piernas de unos desafortunados pasajeros. Creo que me vieron tan mal que en vez de enojarse, me cedieron el asiento. Me dieron un dulce para que me subiera la presión y recuerdo entre sueños que una señora me abanicó con una hoja que traía en la mano. Era como un zombie.

No podía dejar ese trabajo, pues la paga era lo mejor que podía conseguir en esos tiempos, aparte me sentía en deuda con la persona que me había recomendado, pero muy en el fondo soñaba con dejarlo todo y estar en paz.

Cuando regresaba a casa en las noches, mi mamá me daba un resumen de quién me había buscado o llamado durante el día. Había un amigo en particular que insistía en hablar conmigo. Pero como llegaba tan agotado, lo último que quería era regresarle la llamada. 

Una noche fría, mientras me acostaba, mi mamá entró al cuarto y con una voz inquieta me dijo que una vez más mi amigo llamaba y que si le podía contestar. Yo sabía que no podía estar justificándome toda la vida y que debía responderle, pero mi cuerpo no daba para más, se me cerraban los ojos; así que me negué. 

El asunto se me olvidó hasta que el sábado en la mañana, mi amigo volvió a llamar y ahora sí le respondí. Su voz sofocada denotaba que algo no andaba bien. Traté de hacer conversación superficial, pero él interrumpió y me dijo: «Oye, no tengo mucho tiempo, estoy en el hospital. Porfa, ven a verme».

Sentí como si un balde de agua fría recorriera mi espina dorsal. Cuando llegué a verlo al hospital, me platicó que sus problemas lo habían llevado al borde de la frustración y depresión y que por eso había tomado la decisión. ¿Cuál decisión? No entendía lo que me decía. En eso bajé la mirada y vi que sus dos muñecas estaban vendadas. Entonces, comprendí todo. 

Resulta que la última noche en la que me llamó, estaba pensando seriamente en quitarse la vida, pero antes de hacerlo quería hablar conmigo, pues para él yo era como su brújula moral. Él esperaba recibir palabras de esperanza de mi parte, pero yo no estuve ahí  cuando más me necesitó. Después de eso, tomó la fatídica decisión. 

¡Gracias a Dios que fue un intento fallido! Al despertar en el hospital, lo primero que hizo fue pedir un celular. Se lo negaron porque estaba prohibido, pero él insistió en que tenía que hacer una llamada muy importante. La única llamada que hizo fue a mi número, esa mañana que sí le respondí. Una hormiga es colosal en comparación con cómo me sentí en esos momentos. 

Agradecí que mi amigo estaba vivo. Dios le había dado una segunda oportunidad y al mismo tiempo sentí que también me la estaba dando a mí. Hablamos por un largo rato y hasta reímos como en los viejos tiempos. 

De regreso a mi casa reflexioné sobre qué estaba haciendo con mi vida y cuánto me había alejado de mis amigos y mi familia. Necesitaba hacer algo enseguida. Solo una respuesta vino a mi mente: tenía que priorizar lo realmente importante. Mi siguiente paso fue hablar con mi jefe.

Al otro día terminé mis pendientes más urgentes y le pedí unos minutos. Creo que él esperaba una plática acerca del trabajo, pero cuando le mencioné las cosas que venía acarreando y lo que había pasado con mi amigo, una risa condescendiente se dibujó en su cara:

—Entiendo lo que me dices, pero este tipo de trabajo es así. Cuando yo tenía tu edad y comencé a trabajar, llevaba en mi mochila una muda de ropa interior porque muchas veces me  quedaba trabajando hasta la madrugada y no regresaba a casa; me dormía debajo del escritorio. Tú eres afortunado de poder regresar a casa.

Me sorprendió su respuesta. Prácticamente me estaba diciendo que para ser exitoso, debía  sacrificar todas mis relaciones, incluyendo mi salud integral, y rendirle cuentas a una maquinaria que a cambio solo me regresaba dinero y una falsa sensación de pertenencia. Entendí que esos eran parámetros dañinos del mundo y que no podía aceptarlos. Así que después de escucharlo, le agradecí por la oportunidad que me había dado y renuncié.

Después de algunos años regresé al camino de la informática y es verdad que demanda mucho tiempo y esfuerzo. Pero cada vez que siento que los parámetros de la sociedad me devoran, recuerdo esta experiencia y me ayuda a poner las cosas en perspectiva. 

He decidido seguir adelante con mis sueños, priorizar con sabiduría y estar presente en mis relaciones. No quiero ser un zombie nunca más.


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