Bernando O’Higgins

«Le pido me encomiende a Dios, como yo lo encomiendo a usted en mis oraciones» —B. O’Higgins.

Por Luis D. Salem

Bernardo O’Higgins, figura cimera de la independencia chilena, nació en Chillán, el 20 de agosto de 1778. Hijo del coronel irlandés Ambrosio O’Higgins y de doña Isabel Riquelme, en las venas del héroe corría la sangre de dos razas que se han distinguido por la firmeza de sus convicciones y por la reciedumbre de su carácter: la irlandesa y la española. La primera venía por la línea paterna, por la línea materna la segunda. Doña Isabel contaba entre sus antepasados a don Francisco Riquelme de la Barrera, hijodalgo, emparentado con la casa del Duque de Arcos, y a doña Leonor de Toledo y Alfaro, de la familia de los Duques de Alba.

Don Ambrosio, padre del héroe, según una genealogía fechada en Dublín el 24 de febrero de 1778, descendía de la línea directa de Sheon Duff O’Higgins, Barón de Vallinary, de «la real familia de Ballintober»1. No obstante tales antecedentes genealógicos, las condiciones de nacimiento del futuro libertador no eran normales, en el sentido legal.

Estudiante

Don Ambrosio O’Higgins, después de haber prestado valiosos servicios a la corona española, fue nombrado virrey del Perú, en 1776. Por esta causa el futuro libertador vino a continuar sus estudios en Lima, estudios iniciados en Chillán y Talca, bajo la dirección de esclarecidos religiosos, quienes sembraron en el alma del niño un sincero amor a Dios y en la tierra que lo vio nacer. “Yo puedo asegurar (escribía O’Higgins en 1834 a don Vicente Mackenna) que desde que tuve uso de razón, mi alma conoció una filosofía que me hacía contemplar mi nacimiento, no como un acto relativo a mi propio ser, sino perteneciente a mi Soberano Creador, a la gran familia del género humano y a la libertad de Chile, mi tierra natal”, habiendo afirmado un poco antes: “El sentimiento que debe ser más grato a nuestro corazón, después del amor que debemos al Creador, es el amor a la patria (Op. Cit. p. 40). 

A temprana edad, Bernardo marchó a Inglaterra con el fin de seguir sus estudios. Llevaba cartas de su padre para sus parientes en Irlanda, que gozaban de una magnífica posición social. Se dice que en estos días el joven chileno fue presentado el rey Jorge III y a otras distinguidas personalidades británicas. A pesar de tan altas relaciones sociales, la personalidad que más llamó la atención del joven estudiante fue la del general don Francisco de Miranda, distinguido prócer venezolano, precursor de la independencia americana. O’Higgins se convirtió desde ese momento en discípulo de Miranda, frecuentó las logias masónicas y empezó a pensar, seriamente, en la emancipación de su patria. 

En estos días Bernardo O’Higgins bebió, en forma activa, las enseñanzas de Rousseau y otros maestros de la Enciclopedia Francesa, sin llegar al anticlericalismo a donde fueron otros próceres de nuestras gestas libertadores. Para O’Higgins, como para Miranda, había diferencia entre el clérigo español, más dado a sus sentimientos peninsulares que a la predicación del evangelio, y el sacerdote fiel a su misión, por lo general partidario de la independencia. O’Higgins, haciendo suyas las palabras de Miranda, decía que «era un error el creer que todo hombre, porque tiene una corona en la cabeza, o se sienta en la poltrona de un canónigo, es un fanático intolerante y enemigo decidido de los derechos de los hombres. Conozco por experiencia (decía Miranda) que en esta clase existen los hombres más ilustrados y liberales en Sudamérica, pero la dificultad está en descubrirlos» ( Op. Cit. p. 56). 

El soldado

Terminada su educación en Inglaterra y con el alma henchida de amor a la América Latina, Bernardo O’Higgins regresó a Chile. Tomo posesión del riquísimo legado del virrey, entre lo cual se contaba la hacienda de San José de las Canteras, con 17,000 hectáreas donde pacían algo más de tres mil cabezas de ganado vacuno. El hijo del virrey del Perú gozaba no solo de una cultura que pocos tenían en América, sino también de un legado que le permitía vivir sin angustias económicas. 

Pero su corazón estaba ligado a la causa de la independencia de su patria en la cual sacrificó bienes, vida y bienestar. Era tanto su amor por Chile que, ya en el destierro, escribía a don Juan Martín de Pueyrredón: «La patria no necesita ya de mis servicios; pero si fueran requeridos en los peligros que hoy la amagan, sacrificaría ciertamente mi existencia en las batallas» (Op. Cit. p. 323). 

La independencia de Chile, iniciada por el doctor Juan Martínez de Rozas, había entrado en un período de crisis debido a la invasión de fuerzas comandadas por el brigadier español don Antonio Pareja. El general Carrera, jefe de los ejércitos patriotas, no estuvo a la altura de la situación, razón por la cual don Bernardo O’Higgins, por orden del gobierno, asumió la jefatura del ejército. Después de resonantes victorias, el primero de octubre de 1814 vino el desastre de Rancagua, fecha en que O’Higgins, después de 36 horas de seguido batallar, fue derrotado. Ante este desastre el valiente soldado, montado en brioso caballo y seguido por un pequeño número de sobrevivientes, rompió el cerco enemigo a filo de sable y salvó la vida en forma temeraria. Ante la imposibilidad de reunir nuevas fuerzas para hacer frente al invasor, O’Higgins cruzó los Andes dirigiéndose a Mendoza, Argentina, donde se unió al ejército del general José de San Martín. Los dos héroes (San Martín y O’Higgins) planearon el paso de los Andes. En enero de 1817 el ejército salió de la ciudad de Mendoza, capitaneado por San Martín, rumbo a Chile. Una de las divisiones iba comandada por el bravo O’Higgins. El 12 de febrero de 1817 el Ejército de los Andes derrotó las fuerzas españolas en Chacabuco, después de un sangriento combate, donde O’Higgins volvió a dar muestras de su arrojo. Después de la batalla de Chacabuco, en el campo todavía cubierto de humo, O’Higgins y San Martín se dieron un estrecho abrazo. Gracias a la inteligencia y arrojo de estos dos paladines, la libertad de Chile estaba asegurada. 

Los vencedores entraron a Santiago donde se les recibió en forma calurosa. El Cabildo ofreció a San Martín la jefatura del gobierno chileno, honor que declinó el bizarro general argentino en favor de O’Higgins, su compañero de armas. Después de haberse posesionado del mando O’Higgins se dedicó a la organización de la escuadra que al mando de San Martín partió rumbo a Callao, para iniciar la gesta emancipadora del Perú, en lo cual alcanzó un éxito extraordinario. Sin embargo, debido a las hondas divisiones políticas, a la pobreza del país y al hecho de que todavía algunas zonas estaban en poder de los españoles, O’Higgins creyó conveniente ejercer la dictadura como una vía necesaria en tiempos tan difíciles. En 1823 el general Ramón Freire, jefe militar de Concepción, encabezó una revuelta contra el gobierno de O’Higgins, revuelta planeada por el clero y los terratenientes. O’Higgins, no queriendo derramar sangre hermana, se despojó de la banda presidencial y pidió al Cabildo que lo juzgase. Despojado del gobierno se dirigió al Perú, donde fue recibido con aclamaciones, dignas de su alto rango. En recompensa a los servicios prestados en la iniciación de la independencia peruana, el gobierno del referido país le obsequió una hacienda (Montalbán) donde el prócer pasó los últimos veinte años de su vida, dedicado al cultivo de la tierra, al cuidado de sus ganados y a la pacificación de América. 

Pocos días después de haber llegado O’Higgins a Lima, las fuerzas colombianas, bajo el mando del general Simón Bolívar, llegaron al Perú a fin de consolidar la independencia del país, O’Higgins extendió calurosa bienvenida al libertador de la Gran Colombia y manifestó deseos de unirse al ejército. Bolívar, por su parte, dirigió una carta al general chileno donde le decía: «Me tomé la libertad de indicar a usted mi deseo de verlo entre las filas del ejército libertador. Un bravo general como usted, temido de los enemigos, y experimentado entre nuestros oficiales y jefes, no puede menos que dar un nuevo grado de aprecio a nuestro ejército. Por mi parte ofrezco a usted un mando en él, si no correspondiente al mérito y situación de usted, a lo menos propio a distinguir a cualquier jefe que quiera señalarse en un campo de gloria,  porque un cuerpo de Colombia a las órdenes de usted, debe contar con la victoria» (Op. Cit. p. 338). Emocionado O’Higgins envió la respuesta a Bolívar aceptando el cargo y diciendo: “¡Qué consideración tan lisonjera es a un soldado araucano ser invitado a las filas de sus bravos hermanos de Colombia!” (Op. Cit. p. 338). 

Sin embargo, Bolívar cambió de parecer y el General O’Higgins no participó en las batallas de Junín y Ayacucho donde los soldados de Bolívar aumentaron sus glorias. ¿Qué pasaría? Muchos opinan que el genio diplomático de Bolívar le hizo guardar silencio y no invitar a O’Higgins en forma definitiva por no disgustar al gobierno chileno, presidido por el general Freire, quien había dirigido el golpe militar que derrocó a O’Higgins del poder. Si esta fuera la razón, ¡enhorabuena! No convenía, ciertamente, iniciar luchas entre la familia americana que acababa de nacer a la vida independiente. 

El cristiano

Entre todos los libertadores de América, el general O’Higgins se distingue por su profunda fe en Dios. Siempre, a toda hora, invocaba a la Providencia Divina, y a ella daba gracias después de sus victorias. Excusa rara que, en una época en que el enciclopedismo invadía los cerebros directores de la revolución hispanoamericana en dura lucha contra lo religioso, el alma de O’Higgins hubiera permanecido ajena a esas doctrinas. Quizás esto se deba a su origen hispano-irlandés y a su esmerada educación británica. 

Anotemos acá algunas frases en que el Libertador de Chile, exterioriza sus convicciones cristianas: En carta dirigida a su madre, desde Buenos Aires, le dice: «Le pido me encomiende a Dios, como yo la encomiendo a usted en mis oraciones, pues los peligros que tengo que pasar son grandes» (Op. Cit. p. 46). La bondad de su carácter hacia el enemigo es clara en las siguientes palabras, donde trata de la prisión de uno de sus adversarios políticos: «Gracias a la Divina Providencia que lo dispone todo para sus altos fines, Rodríguez con sus libelos me ha hecho un bien que nunca pasó por su imaginación, y yo no he querido que lo pongan en la cárcel y pienso pedir su perdón al tribunal» (Op. Cit. p. 355). Siempre amante de la paz entre la familia americana, en carta enviada al general Santa Cruz, presidente de la Confederación Perú-Boliviana, decía: «¡El cielo lo conceda! Yo ruego humildemente al Todopoderoso inflame sus corazones y dirija sus juicios sanos y benéficos, para aceptar mi proposición y por tanto intitularme a las bendiciones que Dios promete a los pacíficos que procuran propagar la paz entre los hombres». En cierta ocasión dolorosa, al anunciar el fallecimiento de su amada madre, dice: «Partió de esta vida el 21 del pasado, con una muerte santa, santísima, y espero en la bondad y en la misericordia del Todopoderoso la haya llevado a la patria celestial» (Op. Cit. p. 337). 

Al hablar de la fe religiosa del general O’Higgins, don Eugenio Orrego Vicuña, dice: «Con dolor se acentuó, también, la innata religiosidad de su espíritu, que le venía de Irlanda…» (Op. Cit. 378). La correspondencia del último tiempo muestra frecuentes aluciones de carácter religioso. Llama a Dios el Gran Disponedor de Acontecimientos, Regulador Supremo de las Sociedades Humanas, Adorable Redentor, Soberano Disponedor de todas las cosas. En carta al general Santa Cruz le dice: «Estoy penetrado de la más profunda gratitud al Todopoderoso por la extraordinaria protección que tantas veces he experimentado, rodeado de los mayores peligros…» En carta de pésame a doña María Velázquez de Rodríguez, viuda de su antiguo ministro, dice: «¡Qué grande y qué abundante el consuelo que los cristianos debemos colegir al meditar lo que dijo nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos, cuando ellos estaban afligidos al prospecto de su partida y separación de ellos: “Si me amáseis", les dice, "os gozaréis grandemente porque os he dicho que voy al Padre". Del mismo modo nosotros los cristianos, cuando vemos partir de esta vida a nuestros deudos o nuestros amigos y lo más querido, debe consolarnos el pensar que ellos van a ser más felices de lo que podrían serlo entre nosotros» (Op. Cit. 378). 

La Biblia

La cita anterior, hecha por el historiador Orrego Vicuña, nos dice que el general O’Higgins sabía aplicar el mensaje de la Biblia a los problemas de la vida diaria. Seguramente este conocimiento que de la Palabra de Dios tenía O’Higgins venía desde los días de Chillán, Talca y Lima, donde recibió educación religiosa de labios de sus maestros. Estos conocimientos seguramente aumentaron en Londres, al contacto con maestros anglicanos y personajes de las logias que frecuentó con Miranda. 

En los días en que O’Higgins gobernaba a Chile, llegó a esas tierras don Diego Thomson, educador inglés, enviado por la Sociedad Lancasteriana de Londres, a invitación de los gobiernos de las nacientes repúblicas hispanoamericanas, para ayudar en la educación del pueblo. Thompson recorrió toda la América Latina y fundó escuelas Lancasterianas en Chile, Argentina, Perú, Colombia, Centroamérica y México. Los libertadores convertían los conventos de monjes en escuelas donde se educaba a la juventud. Bolívar mismo contribuyó con sumas poderosas para la organización de escuelas, que tanto necesitaban las nacientes repúblicas. 

Thomson, antes que educador, era pastor evangélico. Como tal, aprovechó la oportunidad que se le ofrecía para difundir las Sagradas Escrituras por todo lugar. Él mismo lo dice: «Mi principal tarea durante el viaje será la circulación de las Sagradas Escrituras en los distintos lugares que visite»2. En esta obra Thomson se ganó la simpatía de sacerdotes católicos, a quienes dio el cariñoso título de «amigos», estadistas, educadores y pueblo en general. Su sueldo no venía de Londres, como erróneamente se ha creído, sino de los gobiernos que lo habían invitado. Él mismo lo afirma: «Mi sueldo, como supongo que ustedes saben, lo paga el gobierno» (Op. Cit. p. 16). Sin embargo, había épocas en que el gobierno, por falta de dinero, demoraba en pagar los sueldos, entonces Thomson pedía ayuda a la Sociedad Bíblica de Londres. Esto ocurrió en una o dos ocasiones, según leemos en sus cartas. Aparte de la distribución de la Biblia, se interesó en la traducción de las Sagradas Escrituras a los idiomas aborígenes. Testimonio de ello son las siguientes frases, tomadas de una de sus cartas: «La traducción del Nuevo Testamento de la lengua peruana se terminó hace unos dos meses. El Evangelio según San Lucas ha sido revisado y corregido cuidadosamente por cuatro personas, una de las cuales es un clérigo, otro un profesor de teología en uno de los colegios de la ciudad (Lima), y los otros dos son doctores. Estas cuatro personas junto con el señor que hizo la traducción revisaron este Evangelio, versículo por versículo, con sumo cuidado. La presente versión, por lo tanto, es la obra de cinco personas conjuntamente, y espero que se pueda tener confianza en ella…» (Lima, 15 de julio de 1824)3. Por otras fuentes sabemos que la traducción de San Lucas al aimará fue hecha por el doctor Vicente Pazos Kanki, prócer boliviano. Se dice que Thomson encontró a Pazos Kanki en Londres en forma casual, le habló de la necesidad de traducir el Evangelio al aimará, oferta que Pazos Kanki aceptó con gusto. 

En relación con la acogida que le diera el general O’Higgins, Thomson dice: «El sistema británico empezó en Chile en julio de 1821. El Director don Bernardo O’Higgins manifestó un sincero deseo de ver propagada la educación por todo el país, y estaba siempre pronto a oír y examinar cualesquiera planes que se le presentasen para perfeccionar el método de enseñanza. El secretario de Estado, don Rafael Echevarría, mostraba también mucho interés en ello. Estableciéronse tres escuelas en Santiago, uno en Valparaíso y otra en Coquimbo; y algunos meses antes de llegar de dejar yo a Chile, llego allá el señor Eaton, enviado de Londres por don Antonio José de Irisarri, a plantar el sistema de Lancaster. El gobierno trataba de enviar al señor Eaton a Concepción para abrir escuelas en aquella provincia; pero como representásemos al director (O’Higgins) cuánto mejor sería concentrar nuestros trabajos en la capital, y distribuir desde allí maestros capaces a los pueblos del Estado, se consintió en que el señor Eaton permaneciese en Santiago. Allí seguimos trabajando hasta que recibí yo una invitación del general San Martín para trasladarme al Perú…» 

¿Qué tenía que ver la Biblia con las escuelas lancasterianas? Oigamos la respuesta de labios del pastor Thompson: «La escuela central, establecida en el Convento de los Dominicanos en Lima, contenía 230 niños, y seguía bastante bien… Otra escuela se abrió, según el mismo plan, con 80 estudiantes; en ambos se usaba como libro principal de escuela el Nuevo Testamento, impreso por la Sociedad Bíblica de Londres». Igual sucedió en Buenos Aires, ciudad donde el reverendo Armstrong regaló 500 ejemplares del Nuevo Testamento, regalo que venía para las escuelas lancasterianas, de parte de la Sociedad Bíblica de Londres. En México, según informe de don Vicente Rocafuerte, se establecieron varias escuelas, a partir de 1823. En ellas, dice Thomson, «fueron introducidas las lecciones que se usaban en Londres, sacadas de la Sagrada Escritura». Lo mismo ocurrió en Santiago, Lima, Quito, Bogotá y otras importantes ciudades latinoamericanas. 

Por lo anterior podrá el lector darse cuenta de que en los albores de nuestra vida republicana hubo en América Latina un activo esfuerzo divulgador de las Sagradas Escrituras, esfuerzo que se movió bajo el amparo de próceres como San Martín, O’Higgins y Bolívar. Fue tan activa esta acción que, según don Agustín de Eyzaguirre, historiador chileno, el general O’Higgins envió una carta al Papa, pidiéndole impulsar el estudio de la Biblia en América Latina... (Véase la revista Historia, Santiago de Chile, Tomo I, año de 1962). 

Pongamos punto final a este ensayo, con una breve nota biográfica, que nos habla de los últimos momentos del general O’Higgins. Tan ilustre latinoamericano murió en Lima el 23 de enero de 1842. Su hermana Rosa, en carta enviada al general Prieto, después de haber dado sepultura a los restos mortales del prócer, dice: «Así falleció el hombre cuya memoria no solo vivirá en Chile sino en toda la América, sin poderse decir si era mejor su espíritu que su corazón, porque su espíritu y su corazón solo vivían en el mundo para el bien. Murió santamente resignado a sufrir los males de su penosa enfermedad, y espero que ya repose en el seno paternal de Nuestro Señor Jesucristo, única verdad y vida nuestra»4. 

1. Orrego Vicuña Eugenio. O’Higgins, Vida y Tiempo. Editorial Losada, S. A.  Buenos Aires, 1957, p. 385

2. Thomson Diego. Cartas.  Archivo de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, Londres.

3. Thomson Diego. Cartas.  Archivo de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, Londres.

4. Orrego Vicuña Eugenio. O’Higgins, Vida y Tiempo. Editorial Losada, S. A.  Buenos Aires, 1957, p. 377

Tomado de El Dios Escondido de los Libertadores por Luis D. Salem, Casa Unida de Publicaciones, México, D. F., 1970.


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