San Martín 

«Creía en Dios, a quien siempre invocaba, y su filosofía fue la de un estoico». —Ricardo Rojas

Por Luis D. Salem 

El general don José de San Martín, héroe máximo de la independencia Argentina, nació en Yapepú, territorio de las antiguas misiones jesuítas, el 25 de febrero de 1778. Murió en Boulognesur-Mer, Francia, el 17 de agosto de 1850.

A los seis años de edad se estableció en Buenos Aires, donde inició estudios que siguió dos años después, en el Seminario de Nobles de Madrid, España. Allí estudió esgrima, equitación, geografía, historia natural, física, matemáticas y filosofía. A los once años de edad, atraído por la profesión de su padre, ingresó en el regimiento de Murcia. Tomó parte en la lucha contra los moros en Melilla y Orán, peleó contra los franceses en Baillén, Tudela, Albuera y Arjonilla. Como premio a su heroísmo y destreza militar obtuvo una condecoración y el grado de teniente general.

Por aquella época entró en contacto con el general Francisco de Miranda. Miranda recorría Europa, haciendo planes para iniciar la independencia latinoamericana. Sin demora alguna el joven argentino, unió su corazón a los planes del gran venezolano y empezó a recibir instrucciones secretas para sus futuras actividades.

El 25 de mayo de 1810 estalló la revolución en Buenos Aires. San Martín abandonó España, y se dirigió a Buenos Aires para ofrecer sus servicios al ejército patriota. Acto seguido organizó un regimiento de granaderos a caballo, y con él ganó su primera victoria en San Lorenzo, el año de 1813.

En 1814, ante la derrota del ejército patriota comandado por el General Manuel Belgrano, San Martín se hizo cargo del ejército del Norte. Un poco después solicitó el puesto de gobernador de la provincia del Cuyo con el propósito de preparar el plan que proyectaba cruzar los Andes con un ejército bien disciplinado, consolidar la independencia de Chile, organizar una escuadra y caer sobre Lima, refugio de realistas, y proclamar la libertad del Perú.

Todo parecía planeado por la Divina Providencia. Un día se le reunieron, en Mendoza, los restos del ejército chileno, deshecho poco antes en la derrota de Rancagua. San Martín incorporó a sus tropas a este grupo de heroicos refugiados, entre quienes estaba el General Bernardo O’Higgins.

Dos años después, al frente de 5,200 soldados bien disciplinados, San Martín emprendió la marcha, rumbo a Santiago de Chile. El 12 de febrero de 1817 acampó en Chacabuco, donde las tropas argentinas y chilenas obtuvieron una victoria sin precedentes. En esta batalla se distinguió el bravo O’Higgins por su arrojo, temeridad y heroísmo. Poco después de la batalla, San Martín y O’Higgins con un fuerte abrazo celebran la victoria sobre el campo todavía cubierto de humo.

Al entrar a Santiago, los patriotas le ofrecieron la jefatura del gobierno, honor que San Martín rechazó en beneficio de O’Higgins. Un año después, con la batalla de Maipú, se aseguró en forma definitiva la independencia chilena. Por breve tiempo y en forma rigurosamente incógnita, San Martín regresó a Buenos Aires, donde fue ascendido a Brigadier General. A su regreso a Santiago, el gobierno presidido por O’Higgins le entregó el mando de las tropas que habrían de invadir al Perú.

El 20 de agosto de 1820 la escuadra libertadora, al mando de San Martín y Cochrane, zarpó de Valparaíso rumbo a Callao. Los españoles cedieron ante el empuje de los patriotas. San Martín se hizo cargo del gobierno e inicio de la organización del país. 

Una vez recuperadas, las fuerzas del rey volvieron sobre el Perú. San Martín vio la necesidad de la unión con los ejércitos de Bolívar, que se dirigían desde Colombia, camino del sur. En Guayaquil los dos grandes hombres sostuvieron una entrevista secreta. Después de ella San Martín cedió el terreno a Bolívar. Su camino, hasta entonces victorioso, empezó a verse salpicado de enemigos.

Considerando su misión cumplida, San Martín se retiró a Mendoza donde pensaba, en unión de su esposa e hija, dedicarse al cultivo de los campos. Poco después recibió dos noticias muy dolorosas: la primera le informó que en Buenos Aires se le esperaba para juzgarlo; por la segunda supo de la muerte de su amada esposa. El héroe se dirige a Buenos Aires, donde se le recibió con indiferencia; pero nadie se atrevió a juzgarlo. Demoró en Buenos Aires el tiempo estrictamente necesario para construir un sepulcro para su esposa, sobre el cual grabó la siguiente inscripción: «Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín»1.

Enseguida se dirigió a Europa, donde murió el 17 de agosto de 1850.

Estudiemos, hasta donde sea posible, el problema religioso en la vida del general San Martín. En las muchas páginas que sobre la vida del héroe hemos leído, nada podemos citar que lo presente como católico, apostólico y romano. Hemos hallado, sí, varias referencias a sacerdotes católicos, que en la mayoría señalan hostilidad. Así, por ejemplo, en la página 227, capítulo 15, segundo tomo, de la Historia del General San Martín, escrita por don Bartolomé Mitre, hallamos la siguiente anécdota, muy conocida por cierto del público latinoamericano:

«Un fanático fraile agustino, haciendo un juego de palabras, había predicado contra él, durante el período de Marcó: “¡San Martín! ¡Su nombre es una blasfemia!”, había exclamado desde el púlpito sagrado. “¡No le llaméis más San Martín, sino Martín, como a Martín Lutero, el peor y más detestable de los herejes!”. Llamado a su presencia y con ademán terrible, fulminándolo con la mirada, lo apostrofó: “¿Cómo? ¿Usted me ha comparado a Lutero, quitándome el San? ¿Cómo se llama usted?”. “Zapata, señor general (respondió el fraile humildemente)”. “Pues desde hoy le quito el Za en castigo, y lo fusilo si alguno le da su antiguo apellido”. Al salir a la calle, un correligionario le llamó por su nombre. El fraile, aterrado, le tapó la boca y prorrumpió en voz baja: “¡No! ¡No soy el padre Zapata, sino el padre Pata! ¡Me va en ello la vida!”».

Don Ricardo Rojas no lo vinculó con Roma, sino con las grandes logias masónicas de su tiempo. «No sabemos (dice Rojas) qué cosas pudo haber aprendido San Martín en las logias de Cádiz y de Londres, o en el trato con tantos hombres de España, Francia e Inglaterra, familiarizados con las tradiciones esotéricas de la antigüedad, en aquella edad apocalíptica que surgió de la Revolución Francesa, y que fue la época de su aprendizaje personal.

Napoleón mismo fue tenido entonces por mago, y leyendas de eleusianos, rosacruces y templarios andaban en boga por entonces. San Martín no era mago sino un santo, y las logias lautarianas que él fundó en América y en el silencio inflexible que guardó sobre ellas hasta la muerte, la armonía infalible de sus pensamientos, sus palabras y sus actos, a través de su larga existencia, y el poder de su voluntad y el misterio que, según dicen, envolvía su persona, sugiérenme la convicción de que él poseyó las normas de la sabiduría y que fue un agente de poderes extraordinarios» (Op. Cit. p. 420).

Las amistades de San Martín no estaban con los jerarcas de Roma, sino con los masones de su día y con los grandes revolucionarios de su siglo, casi todos, en sus más altas figuras, tocados de cruel anticlericalismo. En materia de credos, fue notoria su simpatía por la obra del reverendo Diego Thomson, pastor protestante escocés, introductor en América Latina del método de escuelas lancasterianas, que consistía en el empleo de los niños más aventajados en la enseñanza de sus condiscípulos. Por orden del gobierno argentino, Thomson fundó en Buenos Aires este tipo de escuelas. Los libros y los carteles que se empleaban se formaban con trozos de la Biblia, escogidos cuidadosamente por educadores protestantes.

Cuando San Martín aseguró la independencia de Chile hizo que el representante de dicho país en Buenos Aires, hiciera contrato con el reverendo Thompson para establecer en Santiago el mismo sistema de educación que tanto bien estaba haciendo en Argentina.

En 1822, San Martín y su ministro, Bernardo Monteagudo, extendieron invitación a Thomson para que fuera a Lima, Perú, a fundar escuelas lancasterianas. El 2 de julio de 1822 llegó Thomson a la capital peruana, escribiendo un poco después: «Esperaba toda clase de ayuda para nuestro objeto, de parte del general San Martín. No sufrí desengaño. Todas mis esperanzas se realizaron. San Martín es un gran amigo de la educación».

Lo anterior nos dice cómo en el alma del libertador del sur existía el anhelo de una completa emancipación para la América latina. Adelante iba él con su espada, rompiendo las cadenas, y en pos de él, por invitación especial, iba Diego Thomson con sus Biblias, para edificar el alma de estos pueblos, y con cartillas para elevar su nivel cultural. Si San Martín no lo dijo con palabras, los signó con los hechos. San Martín era hombre de poco hablar pero de luminosas y benéficas acciones.2

De otra parte, la actitud del héroe lo vincula perfectamente con la moral puritana. Por ello don Ricardo Rojas le ha dado el título de «El Santo de la Espada». Hombre sin ambición personal alguna, solo buscaba la grandeza de América Latina; despreció grados y posiciones cimeras; solo quería soldados, armas, dinero para equipar los barcos, para consolidar la libertad de América del Sur. La perfección moral del caudillo se sintetiza en proclama dirigida a sus soldados: «Vuestro deber es consolidar a la América. No venía a realizar conquistas sino a liberar pueblos... El tiempo de la fuerza y de la opresión ha pasado. Yo vengo a poner término a una época de humillación. Soy un instrumento de la justicia. La causa que defiendo es la del género humano» (Op. Cit. p. 421).

Sería imposible terminar este ensayo (breve incursión religiosa sobre el alma del héroe argentino) sin anotar algunos de los tantos pensamientos en que don Ricardo Rojas, en su libro El Santo de la Espada, presenta a San Martín como cristiano.

Lo primero su fe en Dios, como creador y sustentador del género humano. Al respecto dice Rojas: «Creía en Dios, a quien siempre invocaba y su filosofía fue la de un estoico» (Op. Cit. p. 74), citando después palabras del héroe como un admirador de lo espiritual: «Si después de libertar al Perú de sus opresores, puedo dejarlo en posesión de su destino, consagraré el resto de mis días a contemplar la beneficencia del Grande Creador del Universo, y a renovar mis votos por la continuación de su próspero influjo sobre la suerte de las generaciones venideras» (Op. Cit. p. 235).

En sus batallas siempre contaba con la protección del cielo, según lo deja ver en la siguiente frase tomada de una proclama dirigida a los habitantes del Cuyo: «Yo me atreví a predicarla contando con vuestro auxilio, bajo la protección del cielo, que mira con horror la causa injusta de los opresores de América» (Op. Cit. p. 118).

El ya citado historiador Rojas, halla en San Martín cierta influencia de las Sagradas Escrituras, especialmente en la proclama que empieza: «Compatriotas: se acerca el momento en que yo debo seguir el destino que me llama. Voy a emprender la grande obra de dar libertad al Perú. Más, antes de mi partida, quiero deciros algunas verdades…» Después de citar un extenso párrafo, Rojas dice: «Así comienza aquella epístola, cuya virtud recuerda a las de San Pablo cuando se dirigía a las primitivas iglesias del Asia…» (Op. Cit. p. 204). Posiblemente el doctor Rojas hace referencia al texto bíblico que dice: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe…» (2 Tim. 4:7).

Para terminar, justo será fijarnos en la invocación que la Divina Providencia hace San Martín en su testamento: «En el nombre del Dios Todopoderoso, a quien conozco como hacedor del Universo, digo, yo, José de San Martín, Generalísimo de la República del Perú y Fundador de su Libertad; Capitán General de la de Chile y Brigadier General de la Confederación Argentina, que, visto el mal estado de mi salud, declaro por el presente testamento…» (Op. Cit. p. 401).

Al comentar el citado testamento el autor de El Santo de la Espada, dice:

«No puso en lo demás del testamento alusión al Ser Supremo ni a la religión. Omitió, pues, las invocaciones eclesiásticas y las mandas sobre la salvación de su alma, que eran tradicionales en tales ocasiones.

Si se compara el testamento de San Martín con el de su madre, puede verse la diferencia de dos épocas y de dos concepciones religiosas. El hijo creía en Dios, y aunque se había casado por la iglesia, como sus padres y respetado el culto católico en los pueblos que gobernó, sabemos que su sentimiento religioso era el de un cristiano libre, deísta convencido y resignado, pero veía en la iglesia un instrumento para la disciplina social.

Tales son las ideas que al volver del Perú, después de la abdicación, debió exponer a Mrs. Graham, y que esta interpretó mal, pues lo creyó ateo.

Al clero en Cuyo, en Chile y en el Perú, lo había sometido a su autoridad, ejerciendo a veces funciones episcopales o desterrando a clérigos realistas. Sus enemigos lo habían tildado de hereje, como lo hiciera aquel fraile Zapata, de Santiago de Chile, que antes de Chacabuco lo comparó con Martín Lutero en un sermón, diciendo a los fieles que debían llamarle simplemente “Martín” y no “San Martín” porque no era santo sino hereje como su tocayo alemán.

En el Perú había desterrado al arzobispo de Lima y a varios obispos por realistas, sin respetar sus jerarquías eclesiásticas. Algunos sabedores de sus logias lo creían masón (como lo eran el general Balcarce y otros jefes de su ejército); pero si no era masón, sus ideas sobre el Sumo Arquitecto y los deberes del hombre lo acercan a la más pura enseñanza de las religiones antiguas.

A su hija le había enseñado en sus Máximas a respetar igualmente todas las religiones. San Martín no recibió la eucaristía para morir; y en su testamento ordenó que se le enterrara sin ceremonia alguna: “Prohíbo que se me haga ningún género de funeral; y desde el lugar en que falleciere se me conducirá directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento: pero sí desearía que mi corazón fuese depositado en Buenos Aires”» (Op. Cit. p. 402). 

En síntesis, la fe religiosa del general don José de San Martín es inspiración bíblico-protestante, bien cultivada por esclarecidos maestros de la fraternidad masónica. 

1.      Rojas Ricardo. El Santo de la Espada. Editorial Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1961, p. 302.

2.      Thomson Diego. Cartas.  Archivos de la Sociedad Bíblica Británica Londres.

Tomado de El Dios Escondido de los Libertadores por Luis D. Salem, Casa Unida de Publicaciones, México, D. F., 1970.


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