Francisco Morazán

«En el nombre del autor del universo, en cuya religión muero»

Por Luis D. Salem

El 5 de noviembre de 1811, el sacerdote José Matías Delgado, quizá inspirándose en la acción de Don Miguel Hidalgo y Costilla, libertador de México, subió al campanario del templo de La Merced, en la ciudad de San Salvador, y con el tañido de las campanas invitó al pueblo a iniciar la lucha por la independencia de su patria.

La acción del padre Delgado repercutió en Metapán, Zacatecoluca, Usulután y Granada. No obstante el arrojo de los salvadoreños y de los nicaragüenses, el esfuerzo no dio resultado inmediato debido a que los ejércitos realistas obraron con rapidez para sofocar el movimiento patriota. Sin embargo, la semilla fue cultivada por hombres como Manuel José Arce, Vicente Aguilar, Juan Manuel Rodríguez, Manuel Aguilar y otros. Diez años más tarde, el 15 de septiembre de 1821, la semilla plantada por el padre Delgado dio fruto ante un grupo de patriotas reunidos en la ciudad de Guatemala. Ese día, bajo el fuego de la inspiración revolucionaria y ante la vista de un pueblo heroico, el sabio hondureño José Cecilio Valle, redactó el acta de la independencia centroamericana.

Poco después Centroamérica, siguiendo ejemplo de la provincia de Chiapas, pasó a formar parte del Imperio Mexicano de don Agustín de Iturbide. Pero, como no todos los centroamericanos eran partidarios de su anexión a México, hubo disturbios en San Salvador, Granada y Tegucigalpa.

Con el derrocamiento de Iturbide, Centroamérica resumió su soberanía el primero de julio de 1823, declarando que las provincias de que se componía el reinado de Guatemala serían libres e independientes de España, de México, y de cualquier otra potencia, así del antiguo como del nuevo mundo; y que no eran, ni debían ser patrimonio de persona ni familia alguna. En esta forma nació la República Federal de Centroamérica, formada por los territorios que actualmente ocupan Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. La provincia de Chiapas permaneció unida a México, siendo hoy uno de los más prósperos estados de la nación azteca.

La existencia del nuevo país fue breve y atormentada por continuas guerras civiles. Solo Costa Rica permaneció en paz, dedicada al cultivo de la tierra. En Honduras la opinión pública se dividió en dos bandos hostiles: Comayagua, entonces capital hondureña, aceptó la anexión a México entre tanto que Tegucigalpa pedía la independencia absoluta. Los odios subieron a tal punto que Comayagua resolvió invadir a Tegucigalpa. Fue entonces cuando las tropas de esta última ciudad, comandadas por el joven Francisco Morazán Quesada, salieron al campo de batalla a defender su ideal.

Descendiente de una familia italiana radicada en Honduras, Francisco Morazán nació en Tegucigalpa, el 3 de octubre de 1792. En el pueblo Texiguat, bajo la dirección de Fray Antonio de Murguía, recibió lecciones de gramática latina, matemáticas, historia y dibujo. En seguida se dedicó a la lectura en forma incansable. Se dice que llegó a dominar el francés y que en ese idioma leyó Los Derechos del Hombre, la Historia de la Revolución Francesa, la Antigua Historia de Europa y obras de Montesquieu, Tocqueville, Rosseau y otros libros de los mejores pensadores antiguos y modernos. ¿Por qué no aceptar que en esos días el futuro héroe centroamericanos leyó las Sagradas Escrituras? A la hora de su muerte escribió: «En el nombre del autor del universo, en cuya religión muero…», agregando un poco más tarde: «No tengo enemigos, ni menor rencor llevo al sepulcro contra mis asesinos, a quienes perdono y deseo el mayor bien posible»1. La Iglesia Católica en aquellos días, por lo menos la jerarquía, se puso a las acciones del prócer, y si Morazán, como él lo declara, murió en el seno de la fe cristiana, por seguro esa fe se basaba en el testimonio de los Evangelios y no en las prédicas de un clero que lo perseguía sin piedad.

Morazán íntimo amigo de don Dionisio Herrera, hombre de amplia cultura y liberal de convicciones arraigadas. Cuando Herrera llegó a la cabeza del gobierno de Honduras honró a su amigo nombrándolo su secretario general. Las medidas progresistas de Herrera despertaron la oposición del clero bajo la dirección del canónigo Nicolás Irias, quien acusó al gobierno de querer acabar con la religión. La lucha subió a tal clima que los conservadores, apoyados por el clero, se apoderaron del gobierno, disolvieron el congreso legítimo y convocaron uno con carácter de extraordinario que debería reunirse en San Salvador. Herrera y Morazán levantaron la voz en defensa de la legitimidad. Los conservadores enviaron fuerzas militares al mando del coronel José J. Milla con el fin de lanzar a Herrera del poder.

Ante esta amenaza Morazán salió al campo de batalla. El 11 de noviembre de 1828 derrotó a Milla en la batalla de la Trinidad. Acto seguido Morazán se encaminó a Comayagua y a Tegucigalpa para hacerse cargo del gobierno en reemplazo de Herrera que había sido llevado preso a Guatemala. En el inicio de estas luchas en contra del gobierno legítimo, el clero tuvo abierta participación.

El ya citado Jiménez Solís dice: «El primero de noviembre de aquel año se veían en las calles de Comayagua, cual bandadas de cuervos a los sacerdotes y frailes, excitando al pueblo al derramamiento de sangre humana. Por la noche quisieron asaltar la casa del jefe Herrera; hicieron unos disparos atentando contra su vida, la de su amante esposa y la de sus queridos hijos. El vandalismo era inaudito; antes quisieron triplicar las víctimas, agravando su crimen con la muerte de la madre inocente y del hijo tierno que aquella tenía en sus brazos… Así, por una feliz casualidad, las balas se introdujeron en el colchón de la cama en que se hallaba la señora Herrera, y otras rompieron una columna del catre en que dormía éste sin haberles causado daño alguno… Frustrado este intento criminal, el vicario Irías hizo uso del púlpito y lanzó tremenda excomunión contra Herrera, “para honra y gloria de Dios”» (Op. Cit. p. 32).

Restablecido el orden en Honduras, Morazán se encaminó a San Salvador en defensa del gobierno, entonces sitiado por fuerzas conservadoras. En la batalla de Gualcho, julio 6 de 1828, Morazán derrotó al enemigo, después de lo cual regresó sobre Tegucigalpa para fortalecer sus tropas. Alcanzada esta finalidad, entró de regreso en San Salvador el 23 de octubre del citado año. Alcanzada esta victoria Morazán avanzó sobre la ciudad de Guatemala donde el jefe conservador Mariano Aycinena había implantado un sistema de terror.

Hagamos acá un nuevo paréntesis para oír el testimonio de Jiménez Solís: «Al eco de aquella marcha, cuyo bélico rumor parece vibrar en hondas de entusiasmo de un extremo a otro de la Patria, los enemigos incorregibles de su grandeza y unidad, agitáronse en un ir y venir por todos los pueblos de Guatemala, predicándoles por medio de sus frailes y sus monjas, los absurdos sobre aquel avance que, como un carro de Ezequiel, parecía dejar abiertos los surcos de la verdad sobre aquellos pueblos fanatizados.

El Arzobispo Casaus y la Madre Teresa, pusieron en juego todos sus recursos; él vaciando en sermones y pastorales, todo el odio hacia aquel genio, impregnándolos con anatemas a su nombre, y la otra haciendo más objetivas e impresionante sus conferencias con la Divinidad, anunciando a las concurrencias haber visto palomas en el cielo, como emblemas de gloria, que vendrían a aureolar las frentes de todos los mártires que se sacrificasen por la religión, que iban a destruir los invasores» (Op. Cit. pp. 54-55).

No obstante lo anterior, después de varios encuentros con el adversario, las fuerzas de Morazán entraron a la ciudad de Guatemala el 13 de abril de 1829. Como la propaganda clerical arreció contra las fuerzas vencedoras, Morazán decretó el destierro de los jesuitas en junio del citado año. El 16 de septiembre de 1830 el General Morazán tomo posesión de la Presidencia de la República, para lo cual había sido nombrado en elecciones populares. En 1834 las elecciones presidenciales dieron la victoria a don José Cecilio Valle. A la muerte del señor Valle, ocurrida antes de tomar posesión del cargo, el congreso nacional reeligió a Morazán para seguir en tan alta posición.

A causa de varias reformas a la Constitución, reformas inspiradas en la doctrina liberal, el clero reaccionó contra el gobierno. Escuchemos nuevamente a Jiménez Solís: «El clero logró con sus prédicas insidiosas la sublevación de los indígenas de Guatemala y empezaron los sangrientos encuentros en 1837» (en esa época ocupaba la presidencia de la nación el señor Dionisio Gálvez, sucesor de Morazán). «De las montañas de Mitla, continúa Jiménez Solís, en el departamento de Juitlalpa, bajó acaudillando una partida de indígenas un joven de 24 años, de estatura regular, fornido, de tez morena y pelo lacio, ojos muy vivos, analfabeto pero sagaz e inteligente. Su oficio había sido hasta esa edad el de campesino y su dedicación a la crianza de cerdos formaba su patrimonio. Se llamaba Rafael Carrera y los de su raza lo creían predestinado, calificativo que le confirmaron los nobles chapines, pues vieron en él el instrumento que necesitaban para oponerlo a Morazán» (Op. Cit. p. 127).

El levantamiento de los indios fue decisivo para imponer en Centroamérica una dictadura clerical. «Las huestes de Carrera, dice Jiménez Solís, continuaron sus crímenes horrendos sembrando el pánico por donde pasaban y haciéndose de más adeptos, ayudados por las prédicas continuas de los sacerdotes que se habían aliado a semejante turba de vándalos… Carrera entró en la capital de Guatemala el 2 de febrero de 1838… Los mismos conservadores se asustaron cuando vieron de cerca al indio que habían apoyado. Tuvieron miedo y unidos a los liberales lo sacaron de la ciudad ofreciéndole el cargo de comandante de Mitla. El indio aceptó el retiro, pero como estaba envalentonado, su sed de sangre no se apagaba ni un momento. La civilización le hería de frente; estaba acostumbrado a vivir en las montañas con indios de su clase y de sus instintos sanguinarios. Los esplendores de la ciudad y el contacto con gente ladina y educada le repugnaba y lo hacía llenarse de coraje; igual que un búho no resiste la luz, Carrera no resistía la civilización» (Op. Cit. p. 129).

¡Que contraste tan fuerte formaba la personalidad de Carrera con la de Morazán! Veamos, por breves momentos, la semblanza que del caudillo liberal nos da uno de sus biógrafos: «Su semblante era sereno, agradable y simpático; a su presencia era imposible la enemistad; sus más erizados adversarios se rendían ante el irresistible atractivo de su expresión. Su continente, sus modales, sus movimientos, sus palabras y la modulación de su acento, eran propios de un caballero de la más esmerada y fina educación: jamás se le escapaba una palabra vulgar, pero ni siquiera una mirada humillante y desdeñosa.

«Gustaba poco de las diversiones; nada que rebajase su dignidad personal. Nada que diese derecho a la mordacidad ni a la calumnia de sus enemigos. Complacíale sobremanera el trato de personas cultas, aunque entre ellas contase con enemigos políticos; tenía afición a las tertulias graves y decentes sin hacer sentir jamás la superioridad del puesto que ocupaba, ni de dar lugar a la llaneza.

«Severamente probo, jamás abusó del poder en beneficio propio. Su familia, su casa, su ajuar, su vestido, todo llevó el sello de la más decorosa austeridad. En su asistencia al despacho o en sus paseos nunca se hizo acompañar de edecanes o ayudantes, a no ser en campaña. Excusaba los honores militares, en su casa no tenía guardias de honor, ni en la servidumbre de ellas figuraban oficiales o soldados. Durante los últimos cinco años que estuvo en San Salvador, solamente el día de sus cumpleaños en 1838, se vistió de militar» (Op. Cit. p. 154).

Sorprendido por los crímenes de Rafael Carrera e invitado por la alta sociedad guatemalteca, el general Morazán tomó las armas y a la cabeza de sus tropas entró en la ciudad de Guatemala el 18 de marzo de 1839. Al día siguiente contraatacó Carrera. Después de reñida batalla las huestes indígenas resultaron victoriosas. Descorazonado el general Morazán regresó a San Salvador, y no queriendo más derramamiento de sangre, salió del país.

Después de algunos días de exilio en Panamá (región que en aquellos días formaba parte de Colombia), Morazán se dirigió al Perú de donde, con dinero prestado, volvió a Nicaragua para ponerse a órdenes del gobierno. Al ser rechazado se encaminó a Costa Rica aceptando la invitación de los patriotas costarricenses contra la dictadura de Braulio Carrillo. El 7 de abril de 1842 las fuerzas de Morazán derrotaron a las de Carrillo; en seguida Morazán tomó posesión de la jefatura del Estado, siendo proclamado Benemérito de la Patria.

Breve tiempo ejerció Morazán el poder en Costa Rica. El 11 de septiembre de 1842 estalló una revuelta en Alajuela y San José. Morazán fue sitiado. Al romper el cerco salió de San José, rumbo a Cartago. En esta última ciudad debido a un oscuro traidor, Morazán fue tomado prisionero y con él los generales Vicente Villaseñor y Miguel Sarabia. Conducidos a San José, en medio de la indignación popular desafortunadamente inerme, los héroes fueron fusilados el 15 de septiembre del referido año. En ese sombrío acto se eclipsó una de las glorias centroamericanas y la unidad de tan soñada federación quedó hecha pedazos.

Un poco antes de su muerte el general Morazán dictó su testamento donde se lee esta hermosa declaración de fe cristiana: «En el nombre del autor del universo, en cuya religión muero…» (Op. Cit. p. 247). Un poco después dice: «Declaro que no tengo enemigos, ni el menor rencor llevo al sepulcro contra mis asesinos, a quienes perdono y deseo el mayor bien posible» (Op. Cit. p. 249).

Los cadáveres de los próceres quedaron expuestos en el lugar del suplicio, hasta que el piadoso patriota liberal don Juan Mora los amortajó y les dio sepultura. «Amanecía el 23 de septiembre, dice Jiménez Solís, cuando por una callejuela estrecha marchaba un sacerdote seguido de cuatro personas de mala catadura. Se dirigían al cementerio y gesticulaban como para hacerse entender mejor. No tardaron en llegar a su destino, donde se reunieron con dos peones; uno de ellos tenía una barra, el otro una pala. El sacerdote dobló el espinazo y arremangándose la sotana indicó en el suelo un promontorio de tierra, y los peones comenzaron su tarea. La hiena o clérigo era el padre Blanco y con sus acompañantes iba a profanar las tumbas de Morazán y Villaseñor. Los peones cavaron la tierra removida y exhumaron uno a uno los dos cadáveres. El clérigo constató que efectivamente habían sido fusilados Francisco Morazán y Vicente Villaseñor. Tenía, pues, esa certeza y había que transmitírsela al general Carrera a Guatemala, donde hacía de jefe supremo de la iglesia y del despotismo centroamericano» (Op. Cit. p. 255).

Eran aquellos días de terror en que la iglesia, muy distinta lo que es en la actualidad, dejando la Palabra de Dios, empuñaba las armas para imponer su fe, si la tenía, por medio de la fuerza. Se dice que el general Morazán, antes de ser fusilado, ya en el patíbulo, dirigió una breve oración invocando el nombre de la Santísima Trinidad. Se necesita una fe profunda para morir en el seno de una iglesia cuando los ministros del altar sembraban la muerte por doquier.

1.      Jiménez Solís Jorge. Francisco Morazán, su vida y sus obras (sin indicación de casa editorial). 1952. P.p. 247-249.

Tomado de El Dios Escondido de los Libertadores por Luis D. Salem, Casa Unida de Publicaciones, México, D. F., 1970.


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