Lo que sea por un segundo de paz contigo

Foto por Diana Gómez

A pesar del esfuerzo, sabía que no era suficiente

Por Javier Campos 

«Toda mi vida a cambio de tener un segundo de paz contigo». Esa era una petición hacia Dios que estaba en lo profundo de mi corazón antes de conocer lo que Jesucristo hizo por mí en la cruz.

Supe de la existencia de Dios desde pequeño a través de mis padres, aunque no de la manera en que lo conozco ahora. Escuché de un Dios que juzga, y la verdad es que desde entonces entendí que no podría saldar por mí mismo el pago que exigía su justicia santa.

Recuerdo que como a los 4 o 5 años me preguntaban qué quería ser de grande y contestaba que sacerdote. No era común que un niño pensara así, tal vez policía o bombero, pero, ¿sacerdote?

Cuando tenía como 11 años unos amigos me dijeron que iban a ayudar a un sacerdote que acababa de llegar a su colonia. Fui el único que se quedó, nada más me embarcaron y desaparecieron.

Hasta ese momento había participado en la iglesia en diferentes actividades, fui acólito, de esos niños que ayudan en las misas. El sacerdote celebraba los domingos misas de las 6 de la mañana a las 8 de la noche, y yo lo asistía en todas. 

A pesar del esfuerzo, aunque me gustaba, sabía que no era suficiente para cumplir con las demandas del Dios que creía conocer. «Te daría toda mi vida a cambio de tener un segundo de paz contigo», le decía, pero hasta ese momento el anhelado segundo no llegaba.

Seguí involucrándome en actividades en la iglesia hasta que me invitaron a un coro de otra iglesia y ahí me quedé un tiempo. El amigo que me comprometió perdió el interés y me quedé solo de nuevo. 

Acepté a Jesucristo como mi Señor y Salvador, a los 20 años, a través de un compañero de la universidad que asistía a un grupo en casa o círculo bíblico, durante la Renovación Carismática en la Iglesia Católica. El compañero al igual que los otros se marchó, pero esta vez supe que el pecado que me separaba de Dios podía ser quitado a través de Jesucristo. 

Conocí a Dios, no sólo como al Señor justo al que no podía pagar mi deuda, sino como al Padre misericordioso que había enviado a su Hijo para que pagara mi deuda y pudiera estar en paz con Él, no sólo por un segundo sino por la eternidad.  

Tiempo después, volvieron a aparecer los amigos que me llevaron con el sacerdote, pero esta vez me llevaron a un grupo de jóvenes cristianos. Fue ahí donde conocí a mi esposa, con quien voy a cumplir 42 años de casados.

Veinte años tardó en llegar ese segundo, pero definitivamente este ha sido el segundo más largo que he vivido, casi 47 años.

«Venid, oíd todos los que teméis a Dios,

Y contaré lo que ha hecho a mi alma» (Sal. 66:1).


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