Creer a medias

Foto por Sergio Mendoza

Sentía gran culpa y le temía tanto a Dios que trataba en vano de ganármelo

Por Roberto Ordoñez

Desde muy pequeño creía que yo tenía la culpa de los problemas de mi padre alcohólico e inseguro y mi madre abnegada. Ella siempre salía a defendernos por situaciones que vivíamos. No nos enseñó a ser responsables ni a valernos por nosotros mismos.

No la culpo de todas las malas decisiones que tomé, pero pienso que si me hubiera corregido, tal vez las cosas serían distintas.

Como el tercero de cuatro hermanos, fui el hijo consentido, el sobrino introvertido, el primo tapadera y el amigo más destacado en el fútbol. Era la persona a quien el director llamaba a tocar la flauta o a cubrir la ausencia de alguno de los maestros de música. Además decían que era el vecinito más tierno y dulce que jamás habían conocido.

Mi relación con mis hermanos era agradable, ya que sabíamos que nuestras diferencias al final del camino terminarían uniéndonos.

Debido al alcoholismo de mi padre nos enviaron a los hijos a vivir con mi abuela paterna, quedándose mi madre con él para cuidarlo. Una noche en mi recámara me detuve a observar un cuadro de Jesús orando en el Getsemaní y dije: «Diosito, cuida mucho a mi papá; que no le vaya a pasar nada malo», y me acosté.

A la mañana siguiente muy temprano mi hermana me dijo: «Vamos a la casa porque mi papá está muy enfermo y nos quiere ver».

Yo aún tenía la esperanza de encontrarlo vivo, pero cuando llegamos ya tenían tiempo velándolo. Había muerto justo después enseguida de mi petición de la noche anterior.

A partir de ese momento, mi vida tomó un rumbo contrario a lo que yo vislumbraba, donde las drogas, depresión, rebeldía y rencor fueron mis más íntimos compañeros, además del temor que me sobrevino después de un grave accidente de bicicleta, donde estuve a punto de perder mi pierna derecha.

Una tarde después de coquetear con la muerte y poco antes de que falleciera mi madre, un primo se acercó a mí y dijo: «Necesitas a Cristo».

Fueron dos veces las que insistió acerca de este asunto, hasta que un día me dijo: «Es la última vez que te predico de Cristo, si lo sigues rechazando, quizá no haya otra oportunidad para ti». Esas palabras retumbaron en mi mente a tal grado que acepté acompañarlo a una reunión cristiana en la Ciudad de México y ahí entregué mi vida al Señor Jesucristo.

Pasaron casi doce años y aunque anhelaba servir a Dios con toda fidelidad, había algo que estorbaba su obra en mi vida. Algo andaba mal. Por fin, después de mucha lucha interna, me di cuenta de que había entregado mi vida a Jesucristo solo por miedo.

Todo lo que había hecho por Él durante tantos años, había sido solo para complacerlo y que no me castigara. Sentía gran culpa y le temía tanto a Dios que trataba en vano de ganármelo.

En ese momento comprendí que mi corazón seguía inclinándose a todos los malos hábitos y actitudes que me habían torturado en el pasado y por eso tenía tanta frustración y cansancio. ¡Cuánto tiempo perdido!

Por fin acepté a Cristo Jesús en mi corazón. Ahora no por miedo e ignorancia, sino agradecido por lo que Él hizo por mí en la cruz del Calvario. A la vez también acepté su amor, su perdón, sus mandamientos y su plan perfecto para mi vida. Es la mejor decisión que pude haber tomado. Ya nada es igual.

Ahora mi vida tiene propósito y camino con Dios por fe, sin temor y con la seguridad de una eternidad a su lado.

Tomado de la revista Prisma 43-1


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