Cómo superé la muerte de mi bebé
La niña ha muerto, pero Mayra está bien
Por Abel García Villagrán
Con el corazón destrozado, regresé a la casa de Texcoco. Abrí la puerta y sin dudar me dirigí a la recámara de la bebé al fondo de la casa. Ahí estaba todo listo y acomodado para su llegada: el moisés, el cambiador, los cuadros, los pañales, los mamelucos, el talco, la crema y la bañera. Una por una, lentamente y con mucho cuidado las comencé a guardar, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas.
El embarazo nos llegó de sorpresa. Es más, ni siquiera había pasado por nuestra cabeza la idea de ser padres tan rápido. Pero resultó como algo normal para una pareja de recién casados. Además, tuvimos que cambiar nuestra residencia por un nuevo trabajo cerca de la ciudad de México, dejando a toda nuestra familia en la ciudad de Puebla.
Así que los siguientes meses nos concentramos en disfrutar de esta nueva bendición de Dios, viendo cómo crecía cada día el vientre de mi esposa. Nos preparamos para el gran acontecimiento. Cada mes, acudíamos a la cita con el ginecólogo y disfrutábamos de escuchar los latidos del corazón del bebé. En el quinto mes supimos que era niña. La alegría nos invadió, era un sueño hecho realidad. Fue muy fácil ponerle nombre porque ya lo habíamos escogido desde que éramos novios.
Ese 13 de septiembre por la mañana, me despedí de ellas. Las dejé en casa de mis papás para que ahí se quedaran por cualquier eventualidad y me regresé contento rumbo a mi trabajo. Esa tarde había consulta con el doctor para una revisión final y esperar el día del nacimiento.
Una cita normal, se convirtió en una pesadilla. El vientre duro, los latidos que no se escuchaban, el nerviosismo del doctor, la prisa de las enfermeras y la llamada al hospital para pedir una sala de emergencia. El doctor dijo que las cosas no estaban bien. Mi esposa y mis suegra estaban espantadas. Rumbo al hospital me llamaron, pidieron que me regresara cuanto antes y que manejara con cuidado. Pero no me dieron información extra.
Dos horas más tarde, llegué al hospital. Encontré a mi padre en la entrada junto con el Pastor de la Iglesia. Con los ojos rojos me dijo: ―La niña ha muerto, pero Mayra está bien. Te espera en la sala de recuperación.
Me impactó el verla ahí, recién operada, lastimada y sin la bebé a su lado. Nos abrazamos y lloramos por más de media hora. Esos momentos nos han unido hasta la fecha. Esa noche fue muy duro para mí ir a recibir a mi hija envuelta en una sábana y llevarla al velatorio del hospital. Conseguí un acta de nacimiento y luego una de defunción para que al día siguiente la pudiéramos enterrar. Nuestros padres, hermanos, familiares cercanos y amigos siempre estuvieron al lado, orando a Dios por nuestras vidas.
Nunca nos dejaron solos, nos acompañaron y apoyaron durante todo el proceso de duelo. Aún recuerdo el día que nos regalaron el libro de Cuando lo que Dios hace no tiene sentido, del Dr. James Dobson. También venían a vernos para contarnos que no éramos los únicos que habíamos pasado por eso y que los planes de Dios eran perfectos. Aunque era muy difícil, decidimos seguir poniendo nuestra confianza en Él y no tuvimos miedo.
Y en efecto, Dios cumplió su promesa en nosotros. Como dice el Salmo 127:3 “Los hijos son un regalo del Señor; son una recompensa de su parte”. Hoy, varios años después, puedo disfrutar a mis dos hijas: Ana Paula y Nahomi que son la bendición que adorna y alegra cada uno de nuestros días. Por eso el Salmista es tan sabio cuando dice: «Los hijos que le nacen a un hombre joven son como flechas en manos de un guerrero. ¡Qué feliz es el hombre que tiene su aljaba llena de ellos!» (Salmo 127:4-5).
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