Perdí mi trabajo, pero…
De la nada y sin motivo, me pidieron mi renuncia
Por L. Zamudio
Yo trabajaba para una institución gubernamental y un buen día llegó un nuevo directivo, de esos que ven a las personas por encima del hombro y con aires de grandeza. De la nada y sin motivo, me pidió la renuncia. Cuando me comunicó que recogiera mis cosas porque ya no formaba parte de esas oficinas, me sentí muy sola.
Por más de diez años de constante trabajo, yo había luchado por mantener ese empleo. Aún más, había escalado hasta tener un mejor ingreso y posición dentro de la institución.
Buscando apoyo fui a ver a mi jefe inmediato, el cual estaba indignado porque no le tomaron parecer para la decisión y él requería de mi apoyo en su equipo de trabajo. Pero no pudo hacer nada. Él también estaba temeroso de que pronto lo destituyeran.
La verdad es que hoy en día, ¿a quién no le asusta perder su empleo de la noche a la mañana? Y peor todavía, con una liquidación fuera de lo que uno pudiera esperar.
Ese mismo día me sacaron de mi oficina de una manera bastante penosa. Había otras personas en la misma situación que se amedrentaron cuando nos llevaron como presos custodiados hacia la oficina de recursos humanos para que firmáramos un «chequecito» por nuestros años de servicio.
El trato que nos dieron aquel día a los que nos despidieron fue vergonzoso, como si hubiéramos cometido algo grave y quisieran deshacerse de nosotros lo antes posible. Nunca me habían tratado así. Tuve que salir cargando mis cosas en tres cajas. Lloré.
Comencé a hacer cuentas de los gastos de la casa: los recibos por pagar, la hipoteca, la despensa, etcétera, y me quejé con Dios: Señor Jesús, ¿qué debo hacer? ¿Es tu voluntad que yo abandone este lugar? Es el empleo que me diste hace más de una década, ¿y ahora me lo quitas?
Todo el fin de semana no dejé de pensar en qué hacer, pero se me había olvidado algo: voltear al cielo con fe, al Jefe y Dueño de todo. Así que le pedí a Dios sabiduría y consejo, y le expresé todos los dolores que sentía en el corazón.
Todavía algo en mí no aceptaba el haber sido despedida de esa manera. Consulté con un abogado de la iglesia y él tomó el caso, dictaminando que tenía que demandar por despido injustificado, aunque eso llevaría algunos años. Pero el Señor, que es justo, actuó. Fue Él y solo Él. A los dos días me llamaron de recursos humanos para informarme que se había cometido un error y que me presentara para ser reubicada.
Mi sorpresa fue grande cuando la persona que habló conmigo, me pidió que perdonara a todos los que me habían hecho mal y que ya se había solucionado todo. Habían revisado mi expediente hoja por hoja y no habían hallado ninguna falta o causal.
Resulta que me mandaron a un lugar muy lejano al cual me era difícil trasladarme. Sin embargo, ¡oh sorpresa! Cuando me presenté ante la gerente, me recibió muy bien. Era una mujer llena de sabiduría y de amor.
Me hizo muchas preguntas. Creo que estudió mi perfil laboral y decidió mandarme de nuevo a donde antes prestaba mis servicios, solo que en un área totalmente distinta, un lugar en donde éramos independientes de alguna manera. El personal de ahí, fue seleccionado al igual que yo, porque éramos muy parecidos en edad y en el ámbito profesional.
En ese lugar tuve la oportunidad de servir y ayudar al público, ya que es una pequeña área bancaria con atención al cliente en general. Hasta el horario me favoreció. Me sorprende lo que Dios hace en su infinita misericordia, ya que me llevó a un ambiente de trabajo mucho mejor que el anterior.
Antes estaba muy presionada y debía comer rápido porque solo tenía un breve tiempo para regresar a la oficina, pero Dios mejoró muchas cosas en mi vida laboral. Ahora podía terminar de comer con tranquilidad y hasta dar una caminata para disfrutar al ver los árboles, además de conocer a nuevos compañeros.
Dios es sabio y a veces tenemos que pasar por dificultades para ver su poder. Cuando te encuentres en circunstancias como las mías, primero que nada acude al Señor.
Tomado y adaptado de la Revista Prisma, Volumen 39, número 2.
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