El legado de mi padre
Conforme pasaron los años me di cuenta de que mi padre dio lo mejor para mí
Por J. David Isáis
Ser padre es un privilegio y una gran responsabilidad. Recuerdo el día en que mi esposa y yo recibimos la noticia de que tendríamos un bebé. Fue un momento lleno de emoción, expectativa y preguntas como: ¿Seré igual a mi papá? ¿Podré ayudar a mi hijo a amar a Dios más que a cualquiera? ¿Podré proveer lo que pensé que merecía o quería para mí cuando era niño? ¿Podré mandarlo a las mejores escuelas? Este tipo de inquietudes me inundaron al despertar a la realidad de que iba a ser padre.
A estas dudas y retos les faltaba la escuela de la vida en la que, dentro del contexto de la realidad, uno aprende sobre la presión de proveer, la importancia de ser líder en el hogar y lo esencial de enseñar con el ejemplo el camino correcto.
Cuando nació nuestra primera hija, me di cuenta de que Dios me estaba confiando una criatura para mostrarle el camino correcto. La Biblia asegura: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Proverbios 22:6).
En el centro de mi corazón yo atesoraba lo que para mí era el padre ideal. Siendo honesto, yo hubiera deseado que mi papá fuera diferente conmigo. Él amaba a la gente y servía con un corazón sincero. Atendía al necesitado sin reserva, daba el máximo de lo que tenía y era amable y dadivoso con su tiempo. Sobre todas las cosas era siervo de Dios.
Toda esta lista es positiva, pero yo veía que conmigo era diferente. Me exigía mucho y me castigaba con dureza (aunque reconozco que me lo merecía). Tenía expectativas grandes para mí y me retaba a que madurara. Mi papá reconocía los talentos que Dios me había dado y me empujaba a usarlos.
Ahora, con el paso de los años veo con claridad y mucho detalle su ejemplo. Recuerdo una vez en que ofreció acompañarme a una pelea callejera en la que estaba involucrado. Decidí no ir porque no quería afectar su reputación como siervo de Dios.
En otra ocasión durante una tormenta invernal en Chicago, tuvimos una fuerte discusión. Recuerdo que en esa nevada cayeron cerca de 25 cm de nieve. Enojado y frustrado salí huyendo de la conversación y me subí a mi auto. Al arrancar, vi por el espejo retrovisor a mi papá corriendo descalzo y sin abrigo detrás del carro para intentar detenerme.
Más adelante se tomó un año entero para pasar tiempo conmigo. Durante ese periodo intercambiamos perspectivas. En forma recíproca tomamos turnos para compartir cómo veíamos nuestras reacciones y actitudes.
Fue durante ese tiempo que mi papá me platicó que nunca tuvo un ejemplo de padre, al menos no de uno bueno. Desde niño se vio forzado a proveer para su familia. La escuela, a los ojos de su padre biológico, era para gente tonta. Ese era su marco de referencia.
Conforme pasaron los años me di cuenta de que mi padre dio lo mejor para mí. Estoy agradecido porque hizo el esfuerzo de llevarme a todos los lugares posibles. Incluso en ocasiones, aunque faltara a la escuela, me pedía que lo acompañara para que experimentara sobre la marcha lo que realmente era importante en la vida: Dios, las buenas nuevas del Evangelio, el amor, comprensión, responsabilidad, compasión, gracia y perdón. Pude palpar de primera mano que lo que hacía impactaba a generaciones enteras.
Me quejé de niño y hubiese querido tenerlo más cerca y por más tiempo, pero hoy reconozco y agradezco que su vida, ejemplo, palabras, exigencias y disciplina me formaron.
Cada vez que enfrento un nuevo reto, problema o realidad espiritual, la memoria de lo que aprendí de él me ayuda a navegar por los tiempos difíciles. Lo que hoy soy, mi actitud hacia la vida, éxito en el trabajo, el ser ejemplo y enseñarle el camino correcto a mis hijos, en gran medida es producto de lo que él me mostró e hizo por mí.
Con gran humildad reconozco lo que mi papá me enseñó con su vida y ejemplo. Antes de que partiera a la presencia de Jesucristo, su Señor y Salvador, a quien sirvió con tanta pasión, Dios me permitió darle las gracias. Aún lo extraño. ¡Cómo me gustaría sentarme a platicar con él una vez más!
En su funeral fue un privilegio escuchar a segundas y terceras generaciones que conocieron a Dios personalmente a través de su ministerio. Aunque por muchos años negué el legado que recibí, hoy doy gracias por mi papá. Dios lo utilizó para mostrarme su amor, enseñarme a confiar y depender de Él, seguir su camino e impactar generaciones.
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