La mejor herencia

Foto por Maddy Morrison

Era una valiosa colección de monedas antiguas que guardaba de mi difunto padre

Por José Del Rivero

La puerta del departamento donde vivía estaba abierta de par en par cuando llegué. «¡Yo la cerré bien en la mañana!» me dije mientras veía los marcos de la puerta forzados, de seguro con una palanca. 

Las chapas que fueron desprendidas con brusquedad estaban en el piso, deformes y sucias. «¡Tiraron la puerta a punta de patadas y ¿nadie escuchó nada?!» De inmediato corrí a mi habitación y la encontré toda desordenada. 

Se llevaron computadoras, artículos electrónicos y hasta un desodorante usado. «¡¿Es en serio?!». Pero lo que realmente me dolió que se robaran fue una gran y valiosa colección de monedas antiguas que guardaba de mi difunto padre. 

Esas monedas recién las había rescatado de la casa de mi mamá ya que un familiar abusivo se las estaba robando poco a poco. Así que fue como traerlas en bandeja de plata a mi departamento, para que otro se llevara la herencia.

Sentí correr la rabia e impotencia por todas mis entrañas, pero traté de calmarme y no enojarme de más por algo que ya estaba perdido y que nunca más volvería a ver. 

Varias personas me ayudaron mucho en el momento. Un vecino tenía un video de los delincuentes subiendo hacia mi piso. Al principio se ofreció a dármelo, pero cuando le tomé la palabra me lo negó porque tenía miedo a las represalias. Denuncié el robo y como era de esperar, estuve entre burócratas los cuales, aunque fueron amables, no solucionaron nada. 

Este suceso trajo a mi mente el mayor recuerdo de mi niñez. Aquellas tardes que me sentaba con mi papá y me contaba las historias de cómo había conseguido sus monedas de colección; además, me hablaba de cuánto valían en su tiempo las cosas. Poco a poco me convencí de que la pérdida había sido sólo de algo material, pero, ¡caray, cómo me hubiera gustado heredarle eso a mi hijo!

Pasaron varios meses y un día estaba en la casa de mi madre con mi prometida limpiando y sacando cosas que ya no necesitábamos. Cuando llegó la hora de la cena, mi mamá quiso sorprenderme con un regalo que tenía mucho tiempo que quería darme. Sacó una pequeña caja muy particular. 

La abrí y descubrí que era la Biblia de mi padre, con anotaciones y sus versículos favoritos subrayados. Incluso estaban unas hojas sobrepuestas con apuntes de sus últimas predicaciones. 

«¡Es un gran regalo!» escuché de la que hoy es mi esposa, y de inmediato una ola de imágenes se agolpó en mi cabeza: Cuando era niño, mi papá arropándome mientras los dos tratábamos de aprender algún Salmo. Lo recordé explicándome una imagen de Noé bajando con todos los animales del arca, respondiendo las dudas que tenía cuando estudiaba mi Biblia, entre otros momentos. 

¡Y por fin lo entendí! La mejor herencia de mi padre no eran aquellas costosas monedas, sino el que me haya instruido en la palabra de Dios. Ahora que soy papá, veo que eso es lo más valioso que podré heredarle a mi hijo. Y lo mejor de todo es que esa herencia, nada ni nadie me la podrá robar jamás.


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