Lo que el covid nunca se podrá llevar

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Por Joel Peñuela Quintero 

La sonrisa en la mirada de Norgelis fue lo que más extrañé. Lo sucedido resultaba apenas comprensible: el covid había mutilado a su familia. Nunca se está preparado para enfrentar la muerte, especialmente cuando es la del papá. 

No era el único. Gran parte de las familias de nuestra iglesia estaban pasando por mucha necesidad. Decidimos hacer una colecta para llevar ayuda en especie a los distintos hogares. 

Cuando le mencioné la colecta al hermano Cano a participar en la colecta, me dijo: —Si sabe contar, cuente conmigo—. Y en efecto, fue el primero en echar parte de sus víveres en el saco.

La tarde estaba gris. El nordeste empujaba gigantescos nubarrones repletos de agua: llovería en Riohacha. Mal momento para salir a la calle, sin duda. 

—A nosotros el agua no nos deshace —dijo Yeyo, el hermano que iría conmigo a recolectar comestibles para entregar a los más necesitados de nuestra iglesia. 

Íbamos en mi motocicleta. La calle tenía muchos baches. Mi acompañante se sacudía luchando por mantenerse encima del vehículo. Al frenar sentía el aire caliente de su respiración en mi nuca, pero asumí que iba tranquilo a pesar de las piruetas. Al llegar a la primera casa, fue evidente que estaba equivocado.

—Hermano, a mí no me gusta mucho andar en moto —dijo Yeyo con solemnidad.

Luego dejó escapar una sonrisita nerviosa, me miró de lado y movió la cabeza como afirmando en silencio. Traduje en mi mente el mensaje no verbal: «¡Pedazo de torpe, vengo asustado!». 

Me prometí a mí mismo ir más lento, sin embargo las nubes en el horizonte continuaban acosándome. Además mi ciudad tiene agujeros en todas las calles. No supe si Yeyo oraba, pero se mantuvo en silencio durante el resto del camino. En sus planes no estaba rodar por el suelo junto con los alimentos.

Visitamos las casas de todos los miembros de nuestra comunidad, algunos nos esperaban con una bolsa repleta de provisiones o entregaban dinero, y otros, algo avergonzados, se excusaban porque su aporte era pequeño. A unos y a otros les agradecimos de corazón el donativo. 

Sabíamos que algunos hermanos estaban contagiados de covid pero aun así, decidimos visitarlos. Confiábamos en que, por su providencia, Dios podría protegernos, incluso en plena pandemia. No obstante, para no tentarlo, seguimos el debido protocolo.

Algo nos marcó de forma especial: a pesar de estar afectada por el virus, Omaira insistió en participar en medio de su escasez. Bosquejando su límpida sonrisa echó parte de su patrimonio en el saco que ya estaba a punto de llenarse.

—Es casi nada —dijo con timidez.

—No se preocupe mi hermana —repliqué de inmediato—, la mejor ofrenda no sale del bolsillo, sino del corazón.

Al ver el brillo de su rostro noté que la enseñanza había sido captada. Nos despedimos rozando nuestros codos, conforme al ritual de la pandemia.

Ocho días más tarde repetimos la actividad. Durante el primer mes recogimos tres o cuatro cajas con abastos cada semana. Era poco porque nuestra comunidad es de aproximadamente cien personas y una tercera parte es de muy bajos recursos, pero en la quinta semana de nuestra labor Dios proveyó más donativos desde otros hemisferios. Fue así como llegamos a entregar ciento setenta canastas cada mes durante todo el año de la cuarentena.

Aquel primer día de la colecta llegué a mi casa con la imagen de Norgelis todavía fresca en la memoria. Pensé en sus ojos enrojecidos y un esbozo de sonrisa  cuando se despidió de nosotros. Solo una semana antes su padre había partido con el Señor. ¿La pandemia se lo había llevado? ¿No había sido, acaso, el Señor? ¡Cuánto deseé darle un abrazo a Norgelis en aquel momento! Recuerdo que ese día le dije con fe: «El covid podrá quitarnos los abrazos y los besos, pero jamás marchitará el amor fraternal», y así fue.


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