La chispa que encendió el fuego

Foto por Armando Lomelí

Foto por Armando Lomelí

«Las palabras convencen, el ejemplo arrastra».  Anónimo

Por E. Paz Castillo

Siendo un hombre sencillo, sin estudios formales y trabajador de la construcción, Francisco a quien llamaban hermano Panchito, dedicaba todo su tiempo libre a hablar del amor de Dios. Lo hacía en parques, estaciones de tren o calles donde se le presentaba la oportunidad.

A pesar de que ya era una persona mayor, no dudó en tomar el reto de ayudar a criar a su nieto, hijo de madre soltera. Lo llevó a vivir con él, a un pequeño pueblo al oriente de la ciudad de Guatemala, en un lugar tan remoto que ni siquiera contaba con energía eléctrica. 

Ahora Panchito compartía las labores con su nieto. Con alegría le contaba historias de cómo predicaba. Le mostraba con mucho cuidado aquel documento que contenía la firma del presidente, un permiso oficial para usar megáfono. Ese aparato era una novedad en el pueblo. 

Fue un milagro que hubiera conseguido ahorrar para obtenerlo y todo un desafío de fe ponerlo a funcionar, ya que utilizaba ocho baterías tipo D, que para él, implicaba buena parte de su sueldo. También contaba con un tocadiscos y unos cuantos discos de vinilo que hábilmente sabía colocar. 

Un miércoles por la noche, colocó la bocina en dirección a las montañas, sobre un palo de madera de tres metros en forma de “Y”, esperando que el trabajo del viento hiciera llegar su voz a otros. El programa consistió en poner música, después una lectura bíblica en la voz de su nieto y, por último, una pequeña reflexión que terminó con una oración. 

Panchito rogaba que el poder de la Palabra de Dios hiciera todo su efecto. Nadie le podía asegurar que el esfuerzo valdría la pena. Uno no le predica al viento o a las montañas. ¿Sería posible que alguien escuchara? ¿Prestarían atención?

A la mañana siguiente, por ser día de mercado, las personas de las aldeas circundantes empezaron a bajar al pueblo. Pronto corrió la noticia de que un aldeano buscaba a Panchito. El miedo lo invadió pensando que estarían molestos por interrumpir la tranquilidad de la noche. Pero aquel hombre quería entregar su vida a Jesús. 

Al ver el resultado, la práctica continuó. Todos los miércoles Panchito subía una escalera para colocar su bocina en forma de trompeta. Casi sin darse cuenta se había formado una iglesia en aquel pequeño pueblo.

El tiempo pasó. Su nieto tuvo que trasladarse a vivir a la capital. Pero aquella chispa que había encendido su abuelo, continuaba en su corazón. Aunque “Papi”, como lo llamaba, ya tiene veinticinco años de estar en la presencia del Señor, su nieto dispone parte de su tiempo en donar Biblias a las personas privadas de su libertad. Además coordina a un grupo de capellanes para adolescentes en conflicto con la ley. 

Por muy hostiles que sean los lugares que visita, siempre comparte el mismo mensaje que le enseñó su abuelo: uno de amor, que no hace acepción de personas, del Dios que regala una nueva vida, que une pedazos rotos y da sentido a aquello que se daba por perdido.

Panchito dejó un legado que impactó tanto la vida de su nieto, que hoy sigue compartiendo el amor de Dios a otros.


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