Tierra sin ley (Parte 4)
Fin de la historia
Por Y. García
Habían pasado tres años. Un día al regresar de la escuela, Pedrito vio un sobre en la mesa. Sus papás no estaban en casa. Se acercó y en el remitente resaltó el nombre de Napoleón Gómez. Apresurado, inició la lectura:
Hola, mi hermano mexicano:
Con mucha fe espero que esta carta llegue a tus manos. Sé que, por el trabajo misionero de tus padres, podrías estar en otro lugar. De llegar este escrito a su destino, quiero contarte que aquella última noche que estuve en tu hogar, una sensación sobrenatural se apoderó de mí.
Cuando salí de tu casa tomé el tren de la madrugada. Tenía que huir, porque al saber lo que te habían hecho, quise vengarte. Maté a un miembro de la pandilla y al líder lo dejé muy lesionado.
Esa noche me buscaban como perros rabiosos para devorarme y saldar la cuenta con mi vida. Pero tu Dios, ahora mi Dios, me libró de aquella muerte.
Cuando llegué a Acayucan, Veracruz, había mucha gente. Recuerdo que cuando el tren reinició la marcha, un connacional se iba a caer pero logré sujetarlo y librarlo de una muerte segura. Percibí el agradecimiento en su mirada. No sé si por esa razón o porque ya estaba escrito, permaneció a mi lado y charló conmigo. Hacía tiempo que no experimentaba la sensación de escuchar a las personas y de sentir empatía.
Me contó que este era el último tren de la línea Chiapas-Mayab que circularía. Dijo que por problemas técnicos, dejaría de pasar. Es por eso que la gente se agolpaba para alcanzar un lugar.
Comentó que la compañía tenía pérdidas porque todos los días miles de centroamericanos utilizaban el transporte para adentrarse al país y esto había generado, entre otras cosas, que los inversionistas vieran poco viable el ferrocarril para trasladar la carga, aunado a que la infraestructura se había dañado.
No entendí mucho las explicaciones. Lo cierto es que si alguien estaba buscándome sería más difícil dar con mi paradero. Yo sabía que esto tenía mucho que ver con el Dios de tus padres, pues cuando salí de tu hogar sentí como si alguien se encargara de cuidar de mí.
Esta no fue la única vez que Dios intervino a mi favor. Milagrosamente llegué a un albergue, donde me recibieron a pesar de mis tatuajes. Pronto me enteré de que Susy y Mauro, los encargados del lugar eran cristianos. No comprendía por completo, pero lo único que te puedo decir es que yo conocí y palpé el amor de Dios de una manera muy real.
Poco a poco mi corazón empezó a cambiar pero aún tenía muchos recuerdos de mi pasado que me atormentaban y me detenían para acercarme a la fe.
Pero tiempo después sucedió algo que no podía ser más que un milagro de Dios. En ese momento supe que tú y tu familia no habían dejado de orar por mí. Un día el líder de la pandilla a la que pertenecía se apareció en el albergue.
Se acercó a mí. Yo estaba listo para defenderme. En cambio, él me abrazó. Había algo diferente en su semblante. No podía dar crédito a lo que estaba pasando hasta que él comenzó a hablar.
Me contó que había sido ayudado por unos cristianos cuando estuvo a punto de morir, consecuencia de las heridas que yo le había provocado. Muy similar a mi historia, él había sido impactado por la amorosa y fiel labor de los voluntarios del lugar, quienes lo cuidaron hasta que recobró las fuerzas.
Su transformación era sorprendente. No solo había recuperado la salud física sino que Cristo había restaurado todo su interior, donde antes solo había existido odio y violencia.
Con emoción, aquel a quien yo había tratado de matar me advirtió con tono amoroso:
—Napo, mientras haya un cambio sincero y no vuelvas a las andadas, tu vida encontrará sentido. No solo te ha perdonado Dios, yo también.
De mis ojos no dejaban de brotar lágrimas. Solo sentí la mano de Mauro en mi hombro y después un fuerte abrazo. Al acercarse a mí me dijo al oído: —Dios es tu protector y te está dando una segunda oportunidad. Este chico te pudo haber matado, pero ahora son hijos del mismo Padre.
Ese día tuve la seguridad de aceptar la invitación de Dios a una nueva vida y no mirar atrás.
Mi anhelo es viajar en dirección al sur. Quiero volver a verte y platicarte todo lo que me ha pasado. Anhelo que tus ojos vean mi transformación, pero en el albergue soy útil y sé que Dios me ha puesto aquí. Sin embargo, estoy seguro de que no va a pasar mucho tiempo, mi hermano mexicano, antes de que nos volvamos a ver.
Napoleón Gómez, siervo de Jesucristo.
Con lágrimas en los ojos, Pedro dobló la carta y llegó a su mente el recuerdo de Napo: tez morena, boca grande, labios gruesos y su mirada altiva. Recordó los momentos en los que habló con él, las noches en las que le pidió al Creador que sanara su alma y que tuviera un encuentro significativo con Él.
Era impresionante cómo Dios había detenido esa bestia férrea por unos meses, para responder a la oración de que Napo pudiera conocerlo y experimentar la paz que solo Cristo da. Alzó su vista al cielo y agradeció a Dios.
–No cabe duda –se dijo Pedro–, en los lugares sin ley solo el glorioso amor de Dios puede penetrar y transformar.
FIN
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