Tierra sin ley (Parte 1)

Foto por Armando Lomelí

Una realidad en Chiapa de Corzo

Por Y. García

–¡Alto, mamá! No sigas porque me lastimas. Prometo no volver a salirme, pero por favor, ya no lo hagas.

–¡Pero Pedrito, es necesario que limpie la herida! Si no lo hago se puede infectar. ¿Cómo es que volviste a ese lugar? Sé más razonable y no te expongas. Te he dicho miles de veces que ese niño no te conviene como amigo. Es triste, yo lo sé, pero mira nada más lo que te hicieron. No te confíes. He escuchado que todos ellos son el terror de su país, que viven en zonas marginadas denominadas por el gobierno «sin ley». Ni siquiera la policía los puede controlar.

Meses atrás Pedrito había conocido a Napoleón Gómez, un niño enclenque de origen hondureño. Por las circunstancias de su traslado había hecho amistad con un grupo de connacionales que recurrían a la violencia para conseguir dinero y hacer más llevadera su vida en la frontera sur de México. Muchos de ellos se habían establecido en Chiapa de Corzo y atacaban con armas blancas a los pobladores. 

Obstaculizaban el traslado de sus paisanos que confiadamente colgaban de los vagones del tren que atravesaba gran territorio del país, de manera que ahorraban dinero para después invertirlo en el pago del «pollero», quien los ayudaría a pasar la frontera norte.

Napo había conocido a este grupo de adolescentes en las vías del tren, mientras se recuperaba de una caída, consecuencia de un alto inesperado del ferrocarril. Despertó cuando uno de ellos lo jaló de los cabellos y le propinó decenas de patadas a su cuerpo inmóvil. Al ver que no traía nada se propusieron matarlo, sin embargo, uno de ellos intervino y les sugirió que bien podría servir de mandadero al mercado principal del lugar, ya que no tenía los característicos tatuajes y podía pasar desapercibido.

Pedrito lo conoció en el mercado. Napo huía de uno de los vendedores cuando se tropezó con una varilla en el camino y cayó a unos centímetros del niño. La herida de Napo no dejaba de sangrar por lo que Pedro espantado corrió al lado de su madre e insistió que lo llevaran al doctor. 

Martha solo contaba con la cantidad exacta para la comida. Su esposo era un pastor que recién había aceptado el cargo en la misión. Ella no podía darse el lujo de gastar de más, a menos que fuera una emergencia. Su conflicto interno se agudizó cuando recordó que la noche anterior le había contado a su pequeño la parábola del buen samaritano.

Napo recuperó el sentido tres horas después. Al ver el doctor que volvía en sí, llamó a Pedrito y le dijo que su amigo estaba fuera de peligro. El hondureño trató de incorporarse de manera brusca, lo que le provocó un mareo que impidió que saliera corriendo. 

Napo estaba preocupado, pues sabía que muy pronto las autoridades migratorias estarían ahí para deportarlo. Pedrito sonrió y lo tranquilizó. Esto trajo un poco de paz a su nuevo amigo. Esta fue la primera, mas no la única vez que actuó como su ángel salvador. 

En esta ocasión, cuando escuchó que su amigo centroamericano estaba muy enfermo, se apresuró a buscar a Napo sin pensar en los peligros que enfrentaría en esa tierra sin ley. Se adentró a las vías del tren donde lo atacaron y apenas pudo escapar aunque no ileso.

—Mamá, sé que no te gusta mi amistad con Napo, pero en verdad es una persona muy especial. Los tatuajes que trae en el cuerpo fueron por una paliza. Si no lo permitía lo corrían de la pandilla y ya no lo protegerían. Entre ellos existen grupos y necesitan pertenecer a uno para sobrevivir. Acuérdate que él no tiene familia.

Luego de sorber agua para pasar la pastilla que calmaría el dolor continuó:

—Tú y papá me han dicho que todos somos especiales y que Jesús vino a morir aun por los más malos, porque quiere que le conozcan. Entonces, ¿por qué no me dejas platicarle del amor de Dios a mi amigo Napo? ¿No me has dicho que Jesucristo se juntó con los peores, pero que su intención era que no se perdieran? Yo no quiero que se vaya al infierno. ¿Por qué no puedo ser su amigo?

Las lágrimas rodaban por sus pequeños ojos negros y el dolor que sentía en el alma era más profundo que la herida de machete en el codo derecho, propinada por uno de los vándalos. 

Martha, conmovida por el dolor y asustada por el peligro que su hijo había enfrentado, manifestó:

— ¡No, hijo, no quiero que pienses así! No impido tu amistad con Napo, simplemente me preocupa que algo malo te pase. Te expones a mucho peligro con esos chicos. Ellos no tienen temor de Dios. Lo mismo les da robar, mentir o matar. Existe un profundo vacío en su corazón. Su amargura y soledad los han orillado a ser inhumanos. Atacan aun a sus propios hermanos.

***

Esa noche, en la pequeña habitación, el matrimonio elevó una emotiva oración debido a la preocupación que tenían por la vida de su hijo, quien insistía en buscar a su amigo a pesar de que ese día se había enfrentado a la muerte.

A los pocos minutos de haberse acostado, escucharon a alguien golpeando la ventana principal. El pastor Rubén, acostumbrado a esas interrupciones nocturnas, corrió apresurado a mirar quién había acudido a su pequeño y acogedor hogar.

—¡Martha! —gritó asombrado—  ¡Ven, asómate por la ventana! ¡Es Napo! 

Sin pensarlo, Martha corrió hacia la puerta dispuesta a confrontar al adolescente, pero algo la detuvo y solo se limitó a hacerlo pasar.

Su tez morena y el tatuaje que portaba en la frente, parecían brillar con mayor intensidad a medida que avanzaba hacia la pareja. Su mirada retadora y el semblante atribulado inquietó a sus anfitriones. Preocupado, recorrió el lugar con la mirada intranquila. Sus ojos se posaron en un cuadro que llamó su atención, el cual decía: «Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28).

Sin mayor preámbulo, con su característico acento centroamericano preguntó:

—¿Dónde está Pedrito? ¿Dónde está mi hermano?

Recobrando la cordura el pastor respondió:

—Está durmiendo, requirió doce puntadas y los calmantes que le aplicaron lo tendrán en cama por un buen rato.

Sin dejar de ir de un lado a otro y golpeando de manera constante su puño derecho contra su palma izquierda, dijo:

—Está bien. Por favor díganle a Pedrito que ya no se aparezca por ese lugar. Yo me tengo que ir. Tomaré el tren que pasa en la madrugada. Ya me están buscando. Cuando me dijeron que habían herido y golpeado a quien tanto se ha preocupado por mí, el enojo pudo más que yo y le di una paliza, le clavé un picahielo. No resistí y ahora me están buscando.

Ambos lo miraban temerosos.

—No se preocupen —continuó Napo—, ellos no saben dónde viven ustedes. He tenido cuidado de que no me sigan. 

Su vista regresó al cuadro de la entrada.  

—Mis pláticas con Pedrito me hicieron ver que ustedes son diferentes, él refleja algo que yo quisiera tener.

El pastor se le acercó y lo tomó suavemente del hombro. Napo no entendió este gesto, sin embargo, algo lo inmovilizó y escuchó con atención sus palabras:

—Dios te bendiga y te guarde, haga resplandecer su rostro sobre ti, te dé paz en el momento de la angustia y escuche tu clamor cuando lo hayas reconocido como tu Dios y Señor.

Esas palabras estremecieron a Napo en todo su ser. Quedaron tatuadas en su corazón, tal como ese sello que traía sobre la frente. Hacía tiempo que sus mejillas no habían sentido la humedad de sus ojos; en su pandilla llorar no era de hombres sino un reflejo de debilidad. 

Ellos eran los dueños de aquella tierra sin ley, sin misericordia, apresurados a hacer el mal, a desquitar todo su coraje y frustración. No tenían piedad ni de sus propios connacionales. 

Haciendo una reverencia y sin decir palabra alguna, se dirigió a la puerta y salió apresurado. Su piel morena se perdió entre la penumbra de la noche.

(Continuará…)


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