El día que fui perdonado

Foto por Eliab Bautista

Lo habíamos intentado todo, sin resultados

Por Joel Peñuela Quintero
Los ojos de mi padre se iban secando poco a poco. Trataba de animarlo, pero fracasaba, porque después de rasgar su garganta, se escondía detrás de alguna excusa. Es que él no sabe mentir. 

Los primeros meses habían sido los peores; todas las tardes, desde la azotea, contemplaba en lontananza y suspiraba. Embutido en sus recuerdos recibía el café que mi madre con devoción le llevaba. Ambos sin decir una palabra. Para ella era una forma de consentir con su nostalgia, aunque por dentro también sufriera el apretón de la añoranza. 

Lo habíamos intentado todo, sin resultados.

Yo me sentía endeudado con él, por lo que decidí hacer un serio intento para poner punto final a «esa circunstancia». Así solía referirme a la ausencia de mi hermano cuando se le mencionaba. Él se quedó mirándome, luego agachó la cabeza y preguntó:

—¿Cómo sabes que esta vez lograrás hacerlo regresar? Tú mismo me dijiste que había desperdiciado sus bienes viviendo perdidamente. También me contaste lo de los cerdos, ¡qué infamia!

—Padre, pero… —interrumpí, mas él no había terminado.

—¿Cómo prefiere vivir entre cerdos, teniendo yo aquí tanto para darle? ¿Y sabes qué es lo más triste?, que nadie le dé un bocado. No cabe duda que cuando uno se queda sin dinero, llega a conocer a las personas de verdad.

Intenté decir algo, pero mi padre siempre va dos pasos adelante de mí, por lo que me obligué a pensarlo bien antes de meter la pata. De pronto él rompió el silencio.

—¡Cualquiera de mis empleados come mejor que él! ¿Cómo es que está muriéndose de hambre?

—Padre —interrumpí esta vez—, sé bien que, si él regresa, tú lo recibes. Anhelas que te diga algo como: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus empleados». Déjame ir Padre, así solo sea esta vez. 

—¡Anda! —dijo luego de consultarlo consigo mismo durante un rato—. Dile que si viene hago matar el mejor becerro de mi hacienda… que le compraré ropa de la mejor marca… que... le doy el convertible… que hago una fiesta en el Club en su honor… que…

Mi padre no pudo continuar; la fuerza de la que siempre se sentía orgulloso se le deshizo encima y lloró sobre mi hombro hasta que debí sentarlo en el sofá de la azotea.

A la mañana siguiente salí en el Lamborghini. Pensé que cuando mi hermano lo viera y yo le entregara las llaves, reaccionaría. Pasé dos días buscándolo en El Cartucho, el lugar más tenebroso de Colombia. Ahí es donde va a parar la mayoría de aquellos a quienes la vida les ha aplastado la esperanza debido a las drogas o por haber tenido un desencuentro con la vida. Solo una minoría, como mi hermano, llegan ahí por ceder ante el acoso de la necedad.

Tres noches después lo encontré en el centro de la ciudad, saliendo de una casa iluminada por lucecitas navideñas. Al mirarla bien me di cuenta de que era una iglesia. En ese momento me percaté de que había varios lugareños caminando por ahí, algunos con Biblias. 

Mi hermano llevaba una camisa limpia, pero los pantalones y los zapatos eran viejos. Tenía los ojos más enrojecidos y hundidos en medio de los huesos cóncavos donde parecían esconderse. Al verme, algo se encendió en su rostro y dibujó una sonrisa tímida, como disculpándose.

Después de comerse dos Grand Big Mac y un litro de Coca-Cola se echó hacia atrás en la silla del restaurante, se pasó la servilleta por la boca y me preguntó:

—¿Por qué insististe tanto para que volviera a casa? 

Me di cuenta de que hablaba en pasado y por unos segundos lloré por dentro de alegría.

—¿De verdad me preguntas eso? —contesté—. Razones sobran, te diré solo tres: la primera, porque en casa todos te esperamos; la segunda, porque soy tu hermano mayor; y la tercera, porque me siento obligado con papá: recuerda que fui el primero a quien él perdonó.

Mi hermano, «el pródigo número dos», como le decimos ahora, me abrazó y lloró. Bueno, en realidad, ambos lo hicimos. Él tenía buenas razones para llorar. Yo también.

Le recordé que nuestro papá lo esperaba. En efecto, al llegar a casa lo recibió igual que lo hizo conmigo la vez que me fui. El celular no dejó de sonar en toda la Nochebuena. Sin duda fue la Navidad más feliz que hemos tenido. Antes de dormirme agradecí a Dios por permitirme traer a mi hermano de regreso, y desde luego, por haber sido yo a quien Él perdonó primero.


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