19 de septiembre: 32 años después

Foto por Andrea Hernández de Del Rivero

Foto por Andrea Hernández de Del Rivero

Oportunidad para reconocer las emociones que aún nos provoca

Por Andrea Hernández de Del Rivero

Cuántas veces nos han contado historias de terror, a los millennials y a los más jóvenes, sobre el terremoto del 85. En mi caso, crecí muy asustada de los temblores, pues mis padres me transmitieron mucho miedo, resultado de lo que vivieron ese día. 

Aquel 19 de septiembre, mi mamá ya estaba embarazada de mí. Mi familia rentaba un departamento en un sexto piso en la colonia Roma, una de las zonas que quedaron más afectadas. 

Me han contado año tras año el desgarrador momento en el que mis papás abrazaron a mi hermana, de entonces 6 años, y se cubrieron como pudieron, seguros de que no sobrevivirían. Permanecieron así mientras veían las cosas caerse y las paredes despedazarse.

Cuando la sacudida se detuvo y notaron que el edificio seguía en pie, se dieron permiso de tener un poco de esperanza. Pero antes de bajar buscaron a su perrita entre el tiradero. Se llevaron un tremendo susto cuando vieron el refrigerador tirado en el suelo y escurriendo un líquido rojo. Pensaron que la perrita estaba herida, hasta que la vieron salir por detrás, ilesa. El charco era el jugo de un betabel aplastado. 

No fue nada fácil salir, las escaleras estaban deshechas. Mi papá se detuvo a rescatar a una vecina de la tercera edad. Mi mamá, quien aún no puede creer cómo lo hizo, esquivó los escombros con las dos manos ocupadas: la perra la jalaba de un lado y mi hermana la frenaba del otro. A mi mamá le dolió el vientre. Creyó que me perdería por tanto esfuerzo y estrés. 

Por fin lograron escapar del edificio a punto de caerse. Empezaron a caminar sin rumbo pensando que se distraerían del susto, pero el panorama era cada vez más duro de asimilar. 

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Cuando llegaron al camellón de la avenida Álvaro Obregón, alcanzaron a ver que la pared del cuarto de mi hermana se había derrumbado y se vislumbraban sus Barbies colgando. Estaban en shock. Tardaron meses, si no es que un par de años en lograr rehacer su vida. 

Asumo que hay miles de historias de supervivencia como la de mi familia, aunque otras están teñidas de dolor y trauma que los años no han logrado disolver. 

Hoy nadie nos tiene que contar estas historias para creerlas. Justo treinta y dos años después, nos tocó vivirlas. Esta vez no fueron miles de muertos como en 1985 pero aprendimos que no se trata de las cantidades sino de la vida de seres humanos, y eso es suficiente para impactarnos y dolernos.

De nuevo, México se detuvo para expresar luto. Dejamos de bromear, de compartir memes de «pan palsusto» y otros chistes sarcásticos. Las redes sociales se llenaron de noticias de solidaridad. 

En medio del desconcierto y el caos, parecía que estábamos pisando un pedacito de cielo; veíamos cristianos y no creyentes siendo respetuosos, empáticos y generosos. Cada quien usando sus dones, actuando a favor de las necesidades de otros, consolándose mutuamente, siendo hospitalarios y ayudando al extraño, tal como Dios quiere que amemos al prójimo. 

Aprovechamos la oportunidad para compartir el amor de Dios y aprendimos miles de enseñanzas sobre lo frágil que es la vida, las cosas que importan de verdad y la raíz de muchos otros problemas a los que necesitamos prestar atención.

No obstante, también nos llenamos de miedo, paranoia, ansiedad, depresión y estrés postraumático. Es incómodo hablar de ello, pero me pregunto si deberíamos abrirnos más y ser más sinceros al respecto. 

Para algunos, el terremoto de 2017 no fue tan traumático y pudieron seguir adelante sin problema, lo cual me alegra. Pero estoy segura de que para muchos otros, yo incluida, nos fue muy difícil procesar los efectos psicológicos que nos causó. 

Yo salí ilesa y ni siquiera tuve la experiencia de quedarme atrapada o de que mi vida estuviera en peligro, y aun así tuve estrés postraumático por meses. Me sentí impotente por no haber reaccionado como mis pares y salir a ayudar a las calles, a cargar piedras para rescatar gente entre los escombros o dar de comer a los damnificados. 

Me sentía paralizada y no pude regresar a las actividades cotidianas pronto, incluso cuando veía que los demás lograban retomar sus rutinas. Me daba pena expresar que no estaba bien, me sentía mala cristiana por dejar que el miedo me controlara y creer que eso significaba que ya no confiaba en Dios.

Después me di cuenta de dos cosas: la primera, que Dios me vio y confortó mi alma cuando más angustiada estuve, y la segunda, que hubiera sido muy bueno buscar ayuda profesional para entender lo que me estaba pasando y hallar recursos para sanar. 

Por eso creo importante hacer una pausa y recordar estos desafortunados eventos. ¿Cómo estamos cuatro años después? ¿Qué nos sigue enseñando Dios? A mí todavía me dan miedo los temblores, pero ya puedo seguir con mi día a día en paz, sin estar pensando que en cualquier momento lo peor pasará. 

Dejemos que este 19 de septiembre nos brinde una nueva oportunidad para reconocer las emociones que aún nos provocan, nombrarlas en voz alta, buscar ayuda de ser necesario, lamentar nuestras pérdidas y, al mismo tiempo, agradecer la bondad de nuestro Dios omnipresente.


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