La infidelidad. Origen, evolución y consecuencias
«Todo esperaba en la vida menos enfrentar una situación de esa naturaleza»
Por Fernando Alexis Jiménez
La sorpresa más desagradable que se llevó Rebeca, ocurrió cuando descubrió a su esposo tomado de la mano de otra mujer.
Hasta ese momento todo marchaba normal, pero después de la escena, la tarde se tornó sombría a sus ojos. Por inexplicables circunstancias de la vida había decidido ir ese día, a esa hora, justamente a ese centro comercial.
«Todo esperaba en la vida menos enfrentar una situación de esa naturaleza» le confesó a su consejero espiritual sin alcanzar a comprender cómo el hombre comprensivo, complaciente y amoroso con el que se casó siete años atrás, hubiese sido capaz de traicionar su relación matrimonial abriendo espacio para alguien más.
Por su mente pasaron, rápidas y sin orden, imágenes como de una película surrealista del matrimonio y los primeros años compartiendo la vida juntos.
Pensó una y otra vez que habían protagonizado algo así como el argumento de una telenovela. «¿Por qué me ocurrió esto y precisamente a mí?» se preguntaba sin encontrar respuesta lógica.
Hallarse en una situación así, totalmente inesperada, llevó a que mil pensamientos cruzaran por su cabeza. ¿Qué hacer? ¿Acercárseles para gritarles unas cuantas cosas y hacerles pasar una verguenza? ¿Simplemente hacerse notar para que se sintieran descubiertos?
Tal vez, pero finalmente se inclinó por la prudencia, dio media vuelta y salió del lugar. Fue cuando llegó a casa que comenzó su verdadero calvario porque no sabía que hacer: irse de su propia casa con su hijo de seis años o quedarse con la íntima sensación de haber sido vulnerada en su dignidad?
Infidelidad, un mal de nuestro tiempo.
La infidelidad genera desconfianza y difícilmente las cosas serán iguales, sobre todo cuando ese comportamiento queda al descubierto. Se estima que, fruto del adulterio, tres de cada diez matrimonios terminan en divorcio en Latinoamérica. ¿Qué siente alguien cuando descubre que su cónyuge es infiel? Desilusión, tristeza, depresión, angustia, una sensación de vacío y la íntima convicción de haber sido traicionados.
¿En qué momento comienza la infidelidad?
Todo tiene un génesis. Un incendio se inicia con una chispa. Algo pequeño puede desencadenar en un asunto mucho más grande. Es el mismo proceso que se produce con la infidelidad. El primer paso lo representa un pensamiento. Si le damos lugar en nuestra mente, tomará forma.
Este aspecto lo resumió magistralmente el Señor Jesucristo cuando advirtió a sus seguidores: «Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio, pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón» (Mateo 5:27, 28).
La decisión de seguir o no adelante, está en nuestras manos. Nadie nos presiona. Es una opción personal. De ahí que no podemos culpar a nadie de que nos haya presionado.
El apóstol Pablo lo resumió así: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado siendo consumado, da a luz la muerte» (Santiago 1:13-15).
Lo más fácil es culpar a terceras personas por nuestra infidelidad. Pero a la luz de las Escrituras, cada cual debe asumir su propia responsabilidad.
¿Por qué caer en la infidelidad?
Aunque cruda, la respuesta es muy aterrizada: porque no tenemos el carácter suficiente para renunciar a tiempo, aun conscientes de que nos encontramos a las puertas de caer en pecado, y más grave aún, en pecado moral, y de manera consciente seguimos adelante.
El rey David tipifica esta situación. De acuerdo con el registro escrito: «un día, al caer la tarde, se levantó David de su lecho y se paseaba sobre el terrado de la casa real; y vio desde el terrado a una mujer que se estaba bañando, la cual era muy hermosa. Envió David a preguntar por aquella mujer, y le dijeron: Aquella mujer es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías eteo» (2 Samuel 11: 2, 3).
Hasta aquí todo marcha en el terreno de las posibilidades. David pudo hacerse a un lado, desechar la idea. Razonar que era una locura pretender a una mujer casada. Él, como el que más conocía los mandatos del Señor. Era consagrado. No desconocía en absoluto las consecuencias que se derivarían de sus actuaciones. Sin embargo cedió. Y fue una de las peores decisiones de su vida. «Y envió David mensajeros, y la tomó; y vino a él, y él durmió con ella. Luego ella se purificó de su inmundicia, y se volvió a su casa» (2 Samuel 11:4).
Del pensamiento, concebir algo contrario a la voluntad de Dios, y por supuesto, de mero sentido común para el normal desenvolvimiento de nuestra sociedad, se pasó a la materialización de ese pensamiento. Tomar la decisión de seguir adelante, sin medir las consecuencias, fue lo que mayor problema trajo a David.
El pecado trae sus consecuencias.
Hace algún tiempo una angustiada mujer escribió a la sección de consejería de un diario local. ¿El motivo? Su esposo llevaba algo más de seis meses fuera del país. Aconsejada por un amigo, y bajo el pretexto de no soportar tanta abstinencia sexual, recurrió a los servicios de un hombre inmerso en la prostitución. Y no sólo cedió al momento sino que sostuvo relaciones sin preservativo. ¡Y quedó embarazada!
Su encrucijada radicaba en el inminente regreso de su marido, y ella estaba en un estado sumamente comprometedor, con un ser creciendo en su vientre.
¿Ironías de la vida? ¿Un castigo de Dios? Ninguna de las dos. Mas bien, las consecuencias inevitables del pecado. De ahí que siempre es necesario medir los elementos negativos y problemas que se desprenderán de todas nuestras actuaciones erradas.
Estas amargas circunstancias fueron las que debió enfrentar el monarca israelita. «Y concibió la mujer, y envió a hacerlo saber a David, diciendo: Estoy encinta» (2 Samuel 11:6).El resto de la historia la conocen ustedes. A una mentira le siguió otra, y otra más. Todo con el propósito de esconder tan grande pecado.
Igual ocurre con nuestras vidas. Si dejamos que la infidelidad tome forma y se materialice, lo más probable es que tendremos que mentir para amparar el pecado. Y la cadena de engaños se convertirá en un círculo vicioso hasta que por fin, el error salga a la luz.
Generalmente éste tipo de actuaciones quedan al descubierto. Mi abuela, con esa sabiduría muy propia de los latinos, solía repetir: «El diablo tapa y destapa», y ese refrán se cumple cuando ocultamos relaciones ilícitas. La verdad aflora en cualquier momento.
¿Qué hacer?
En primer lugar, tener claro que todos los cristianos sin distinción, estamos expuestos a la tentación. El apóstol Pedro lo resumió así: «Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quién devorar» (I Pedro 5:8).
No somos los primeros, y seguramente tampoco seremos los últimos en el mundo en enfrentar la tentación.
El segundo elemento es huir a tiempo de toda ocasión que nos abra puertas a la infidelidad: «El sabio teme y se aparta del mal» (Proverbios 14:7a).
Un tercer aspecto a considerar es reconocer nuestra debilidad y depender de Dios para que nos conceda la fortaleza necesaria. El apóstol Pablo lo recomendó de la siguiente manera: «Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza» (Efesios 6:10).
En nuestras capacidades difícilmente podremos vencer, pero sí con la fortaleza que se desprende del Señor.
No olvidemos que la infidelidad, además de ir en contra de los preceptos divinos, representa una traición a los sentimientos de las personas que nos rodean, y en particular de nuestra pareja. Ya suficiente tenemos con el propósito de hacer feliz, en la voluntad de Dios y conforme a nuestras posibilidades, a nuestro cónyuge, para sumar situaciones que no podemos manejar y que traerán dolor.
Revista Prisma 31-2 (mar-abr 2003)
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