El Dios Escondido de José Artigas

Foto por Andrea Hernández

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Libertador de la República Oriental del Uruguay

Por Luis D. Salem

José Gervasio Artigas (1764-1850). Sorprende como legislador. La libertad religiosa que quiere para sí, la hace extensiva a los demás en la Constitución del Uruguay por él ideada “. . . ningún sujeto será atropellado, molestado o limitado en su persona, libertad o bienes, por adorar a Dios en la manera y ocasiones que más le agrade, según lo dicta su conciencia o sentimientos religiosos con tal que no turbe la paz pública”.

José Gervasio Artigas, libertador de la República Oriental del Uruguay, nació en Montevideo el 19 de junio de 1764. Nieto e hijo de militares aragoneses, Artigas heredó de sus antepasados el amor a la justicia y una indeclinable pasión por la libertad de los pueblos.

Jesualdo Sosa, biógrafo del prócer, basándose en documentos históricos, afirma que la palabra Artigas es de origen árabe y significa adoctrinado. Posiblemente alguno de los antepasados del héroe vino a España en alguna de las invasiones serracenas que, a partir del año 711, invadían la península ibérica. Quizás uno de estos soldados mahometanos se convirtió al cristianismo y recibió el apellido Artigas (adoctrinado) nombre este que sus descendientes llevarían con orgullo y dignidad.1

Niño aún, el futuro libertador ingresó a la escuela dirigida por los padres franciscanos. Allí aprendió lectura, escritura, cuentas, latinidad, nociones de religión, lengua española y un poco de filosofía, especialmente en las ramas de Platón, Aristóteles y Juan Duns Escoto. “A escondidas”, dice uno de sus biógrafos, “adquirió conocimientos de los enciclopedistas” (Op. Cit. P. 100). 

Efectivamente Artigas deja ver la influencia de Rousseau especialmente en el artículo 3º de la Constitución que dictó para su provincia natal: “Se tendrá por ley fundamental y esencial que todos los habitantes nacidos en esta provincia precisamente han de saber leer y escribir… Deberá ser uno de los cargos más fuertes que se haga al juez anunciador en la falta de no obligar a un habitante propietario de su departamento, en no poner a sus hijos a la escuela, antes de darles otro giro, a fin de que logren de la enseñanza de los derechos del hombre y de que se instruyan en el pacto social” (Op. Cit. pp. 314-315).

Lo demás vino por su cuenta. Su amor hacia los esclavos y hacia los pobres vino del contacto con niños pobres e hijos de esclavos. Con ellos, seguramente, Artigas se entretenía en sus juegos infantiles. Contemplaba los barcos negreros que llegaban del África cargados de esclavos enfermos, pobres, cargados de cadenas. 

Esto hirió profundamente las fibras más íntimas de su ser, hasta formarse en él la idea de luchar por la libertad de esa gente, imponiendo en su tierra las doctrinas de la Revolución francesa: Libertad, fraternidad, igualdad. 

Seguramente los viejos esclavos contaban a oídos de sus hijos los sufrimientos de la vida, desde su cautividad en África y la travesía marítima hasta llegar a Montevideo, donde eran vendidos como si no fuesen seres humanos. Estas narraciones acrecentaron en el alma del niño Artigas la llama de su pasión libertadora. 

El esclavo tenía como uno de sus oficios el de ser ayo de los niños de familias pudientes, lo cual, a la larga, resultaba en que el niño de origen español venía a ser discípulo del esclavo. Seguramente que estos aprovechaban la oportunidad de sembrar en el alma de los niños blancos un odio profundo a la esclavitud y un sincero amor a la libertad. 

Esto pasó en el alma de Artigas. Su pasión por la libertad se cultivó en la austeridad del claustro franciscano, aumentó con la queja del esclavo y tomó impulso con las ideas sociales de Rousseau. Así surgió esa figura prócer de la emancipación hispanoamericana.

Ya joven, Artigas marchó al campo donde se dedicó al cultivo de la tierra y la cría de ganado. Por aquel tiempo la paz de la hacienda era frecuentemente interrumpida con la presencia de turbas de contrabandistas armados que sembraban la muerte y la miseria por todo lugar. 

Esto obligó a las autoridades coloniales a organizar una fuerza armada que se encargara de hacer frente a los maleantes. José Gervasio Artigas fue la persona escogida para la dirección de estos ejércitos. 

Al frente de los soldados del orden Artigas recorrió todo el país, conoció el terreno paso a paso, hizo amistades, ganó experiencia en el manejo de las armas, en el modo de dirigir un ejército y en toda clase de privaciones a que el militar vive expuesto. 

La gente de todo tipo social (terratenientes, esclavos, indios), sintieron un profundo respeto y gran amistad hacia el joven militar que, a fuerza de heroicas acciones, aseguraba el bienestar de las familias, la prosperidad de las haciendas y la tranquilidad general del país.

 Artigas, según afirman sus biógrafos, agrupaba en torno suyo una multitud desarrapada “…gente que no entiende de jerarquías. ¿Qué es, en verdad, un jefe para ellos, changadores, troperos, negros bisoños, indios a medio civilizar, desheredados de la fortuna? Nada más que un hombre más ‘leído’, más guapo, más hábil, más jinete, mejor enlazador o piafador, más ducho en las faenas de la yerra, más discreto enamorador. A ese hombre se le teme, se le admira. Por eso van ahí con él, siempre irán con él, sus muchachos…” (Op. Cit. p.224). 

Las fuerzas de Artigas crecen día tras día hasta llegar a 20,000 hombres. Era una especie de Cid de las pampas. Recorría el país de un extremo a otro defendiendo las haciendas de los ricos, la cabaña del pobre, el trabajo del esclavo, la tranquilidad de las familias.

El ideal de la independencia empezó a surgir en almas y corazones de los patriotas. En Buenos Aries se había proclamado la independencia nacional. Noticias de tal hecho llegaron a Montevideo y los mejores cerebros se dieron a organizar la gesta gloriosa. 

Todos los planes se habían preparado a la perfección pero faltaba un hombre a quien confiar la defensa del país. Ninguna persona mejor preparada para esta que el joven José Gervasio Artigas, militar disciplinado y altamente estimado por el pueblo. Artigas aceptó el mando del ejército. Desde ese día se inició una serie de batallas resonantes en toda la nación. La gente corría para unirse al ejército de Artigas. 

Poco después la colonia estaba convertida en un abierto campo de batalla. En esa labor colaboraron no solo las clases privilegiadas, sino también los campesinos, los obreros y hasta los ministros del altar. 

Quizás fue el Uruguay el único país latinoamericano donde el clero se entregó en forma entusiasta a la causa republicana. Entre estos los más notables fueron los curas de Florida, Canelones, Colonia, Paysandú y San José. En estas ciudades las casas curales se convirtieron en sitios abiertos para las reuniones de los insurgentes. Curas hubo que convertían los confesionarios en sitios de agitación revolucionaria. 

También, como era natural, el alto clero, casi siempre de origen español, se oponía a los patriotas en forma terca y hasta cruel. Estos anteponían el amor a España al deber religioso. Eran políticos antes que ministros del altar.

Larga y cruenta fue la lucha por la independencia uruguaya: empezó en 1805 y terminó en 1830. José Gervasio Artigas fue el cerebro y el brazo de la gesta gloriosa hasta 1820, cuando salió desterrado rumbo al Paraguay. 

Parece increíble que un país tan reducido en territorio pudiera hacer frente a tres potencias: España, el país dominador; Portugal, que soñaba con hacer del Uruguay una parte de sus inmensas colonias del Brasil, y Argentina que aspiraba a conservar al Uruguay como una de sus provincias.

Las dificultades con el gobierno de Buenos Aires surgían de que este quería establecer un gobierno unitario entre tanto que Artigas aspiraba a que cada provincia se diera su propia constitución. 

Jesualdo Sosa, al discutir este tema, dice: «Su idea es que cada provincia redacte su constitución en congresos provinciales; que cada territorio tenga un estatuto propio que defina su soberanía, su gobierno, sus atribuciones, estableciendo la formación de una autoridad central. Y como él, ejemplarmente, quiere enseñar el camino a la Constitución de su provincia sobre la del Estado de Massachussets, de 1780, con delegaciones de 21 pueblos, a excepción de Montevideo todavía en poder del extranjero» (Op. Cit. p. 293).

Artigas, quizás sin sospecharlo, quiso dar a su patria una Constitución de origen calvinista. Sabido es que la Constitución de los Estados Unidos de América se inspiró en la ideada por Juan Calvino para el gobierno de su iglesia en Ginebra. 

Sobre este particular, conviene citar el testimonio del esclarecido escritor colombiano, doctor Alfonso López Michelsen: «En el orden lógico de nuestras ideas contemporáneas», dice López Michelsen, «en donde la ciencia de lo temporal, como el derecho, la economía y todas las ciencias físicas progresan independientemente de la religión, podría pensarse que la formación de la organización democrática fue primero en los Estados y luego en la iglesia. No fue, sin embargo, así… Muchos años antes de que en los Estados se empleara el sistema de elección popular para escoger a los funcionarios públicos, Calvino en sus Instituciones, y sus seguidores en el Sínodo de Dort, ya habían establecido un sistema democrático y representativo dentro de la Iglesia».2 

En este tema se inspiraron los legisladores norteamericanos al dictar la Constitución de su país; en esta última hallaron inspiración los legisladores latinoamericanos al dictar las constituciones que norman nuestra vida republicana.

Artigas amó profundamente esta forma de gobierno. Se dice que, en 1830, ya en su destierro, cuando vio por la primera vez un ejemplar de la Constitución uruguaya, leyó algunos de sus artículos, llevó el libro a los labios, lo besó emocionado y dio gracias a Dios por hacerle concedido «la vida hasta ver a mi patria independiente y constituida». 3

Artigas, como legislador, es caso único en América Latina. Sorprende ver en la Constitución por él ideada establecido este principio de libertad religiosa: «…ningún sujeto será atropellado, molestado o limitado en su persona, libertad o bienes, por adorar a Dios en la manera y ocasiones que más le agrade, según lo dicta su misma conciencia o sentimientos religiosos con tal que no turbe la paz pública» (Op. Cit. p. 314). 

Decimos que este hecho nos sorprende porque en constituciones de otros países latinoamericanos dirigidos por Bolívar, y otros próceres de igual altura, al hablar de libertad religiosa se cometen abusos como éste: «La Religión Católica, Apostólica y Romana será la de la nación. El gobierno la hará respetar y prohibirá la presencia de cualquiera otro culto religioso». 

En este sentido Artigas superó a Bolívar. Su nombre pasa a la historia como uno, quizás el primero, de los grandes campeones de la libertad religiosa en América Española. 

Después de 30 años en el Paraguay, murió Artigas el 23 de septiembre de 1850. Sus restos fueron sepultados en la ciudad de Asunción, sin pompa de ninguna clase… «en el tercer sepulcro del número veintiséis del cementerio general… un adulto llamado José Artigas, extranjero» (Op. Cit. p. 475). Así copia Jesualdo, párrafo del acta de inhumación del cadáver del general José Gervasio Artigas. El acta fue escrita por el cura del lugar.

Seis años después, el gobierno del Uruguay llevó los restos del prócer a la ciudad de Montevideo, homenaje tardío, pero justo. Hoy los amigos de la libertad de culto deben acercarse a la tumba del apóstol para rendirle, aunque sea en pensamiento, un homenaje de gratitud, admiración y respeto. 

Notas:

1. Jesualdo Sosa, Atigas, del vasallaje a la revolución. Editorial Losada, Buenos Aires, 1961, P. 18.

2. López Michelsen Alfonso. La estirpe calvinista de nuestras instituciones. Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1966, p. 51.

3. Sosa Jesualdo. Artigas, del vasallaje a la revolución. Editorial Losada, buenos Aires, 1961. p. 472

Tomado de El Dios Escondido de los Libertadores por Luis D. Salem, Casa Unida de Publicaciones, México, D. F., 1970.


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